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El vendedor de flores

Ángeles Nava

La calle se llama Arenal, no es broma, pero Raquel y su hija ríen porque allí no se ve nada, sólo el polvo de los carros que transitan a una velocidad excesiva. Sí, la calle Arenal guarda silencio, es casi un secreto, un atajo por donde no circula ningún tipo de transporte colectivo.  

A fuerza de conducir todos los días por ese itinerario, madre e hija, han visto a un íngrimo vendedor de flores bajo un techo de lámina.  

― ¿Alguien vende flores allí? ―pregunta Alhelí a su madre― ¿No te parece muy raro?  

― Sí, es muy curioso, la calle está casi desierta. Al parecer, no consiguió un buen marketing. 

― Dice en tono de chiste y coge con fuerza el volante.  

― Mamá, no te rías.  

― ¡No me estoy riendo de él! Tal vez quiere venderle a los que van de prisa por aquí. Es una pena, por la premura no podemos comprarle.  

― ¿Tendrá ramilletes, mamá?, para ver si le compro.  

― ¡Ay, nena, voy a preparar la comida todavía, acuérdate! Ahorita no puedo pensar en flores. 

 

A diario, en su paso habitual, vuelven a mirar con aflicción el esfuerzo del hombre y a formularse las mismas preguntas. Esperan ya no verlo, pero él allí continúa. Su mirada despide los matices de la desilusión, su cuerpo escuálido parece estar colgado de una silla y ellas no pueden evitar contagiarse del desaliento y la desesperanza.   

Hoy, observan que lo visita un comprador. Se les ilumina el rostro de auténtica felicidad, como si hubieran ganado un juego en equipo.   

― ¡Ehhh! ―gritan al unísono.  

― ¿Sabes?, hasta me dieron ganas de cantar ― dice Raquel y entona― En la plaza vacía, nada vendía el vendedor. Y aunque nadie compraba, no se apagaba nunca su voz. No se apagaba nunca su voz.  

― ¿De verdad existe una canción que habla de un vendedor?  

― Sí. También a Diego Rivera le gustaba pintarlos. Busca en tu amigo Google.  

Llegan exhaustas y con hambre a casa. La tarde se va en un santiamén. Salta el minutero del tiempo hacia el siguiente albor. Raquel se despierta con la cara apretujada por la luz del sol, el cabello crespo y la sensación de apenas pisar la alfombra de la realidad en indebidos descansos de conciencia. En sí, para ella, ésta es la peor parte de la jornada a pesar de gozar en casa de un legítimo confort. Y, en su rutinaria burbuja matutina, se dirige hacia su entorno de trabajo en su último ― e ignorado―día laboral. 

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