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Antiestrés

Susana Castañeda Barrios

Plácido tenía apenas un momento entre la siesta de la niña y la telenovela de su mujer para sí mismo. Durante ese tiempo, que sentía menor a una hora, Plácido aprovechaba para ejercitarse. De este modo, las siguientes ocho horas de trabajo eran tolerables. 

Había adaptado la mitad del estudio para servir también de gimnasio. Contaba con un peck deck, un saco de boxeo y un estante de un metro con un juego de mancuernas y una soga para saltar.

Plácido encontraba en el ejercicio una forma de liberar el estrés. Si el día había sido particularmente duro, Plácido se desquitaba con el saco de boxeo. El saco podía ser cualquier persona; por lo general, su jefe, algún compañero de trabajo o cualquier imbécil de la hora pico. A veces era su esposa o incluso su hija. Pensaba que mientras no lo convirtiera en realidad, no había razón por la cual sentir culpa. Además, sabía que no era el único. 

Hubo una semana en donde las labores del trabajo y las del hogar se acumularon. Hortensia Delgado hizo válida la incapacitación por maternidad, por lo que Ricardo Cortés, jefe de redacción del periódico La Vanguardia, le cedió las responsabilidades de Hortensia. Por otro lado, Aitana contrajo un resfriado que la mantenía chillando la mayor parte del día, irritando consecuentemente a Romina, su esposa. Llegaba del trabajo solo para recibir quejas por parte de ella. Como resultado, Plácido comenzó a padecer de insomnio. Para matar el tiempo y no molestar a ambas mujeres, bajaba a la sala a ver televisión. Veía los infomerciales o cualquier película que repitieran durante esas horas. En una ocasión, intento masturbarse mientras veía Emmanuel in Space, pero pasado los minutos, lo único que logró fue terminar con la mano acalambrada y un profundo asco hacia su persona. Impulsado por ese sentimiento, prefirió emplear las noches para continuar ejercitándose: el agotamiento físico lo ayudó a conciliar de nuevo el sueño. Los resultados también se vieron reflejados en su figura. Los compañeros de trabajo notaron el cambio. Le preguntaban si era nuevo su corte de cabello, las camisas, o si acaso se había escapado a una playa y por eso lucía un espléndido bronceado; las mujeres del área, que jamás habían reparado en su existencia, buscaban cualquier excusa para ir a su escritorio o topárselo en los pasillos, los más maliciosos sospechaban de una amante que satisfacía las necesidades que la mujer no sabía cumplir. El licenciado Cortés cambió de parecer y legó el trabajo de Hortensia al pasante, mientras que en casa, Romina se mostraba más afectuosa, solía aprovechar los ratos que Aitana se encontraba dormida para arrastrarlo a la cama. Plácido se sentía bien, se le notaba más animado, mejor conversador. En el estudio agregó una bicicleta estática y una máquina para fortalecer el abdomen, el área de trabajo se redujo a una silla. Alargó las horas de ejercicio. Eventualmente el aspecto saludable fue adquiriendo un color enfermizo. Una mañana, los gritos de Romina lo despertaron. Romina estaba horrorizada, la tela que la cubría era nada más que la piel del marido. Insistió que debía ir al hospital, se estaba excediendo. Pero Plácido le respondió que se sentía bien, es más, nunca se había sentido mejor.   

De camino a su auto notó que de sus labios salía un fino aire creando un particular silbido. Al posar su mano sobre la manija, el viento casi lo hace elevarse al cielo, él en vez de extrañarse le divirtió el suceso, se sentía como un astronauta en la luna: «un salto para el hombre, un salto para la humanidad». El aire lo inflaba como a un globo, entonces escuchó con más nitidez aquel silbido, reparó que provenía de la fricción del aire contra sus huesos. La noticia no tardó en correr los cinco pisos de La Vanguardia. Cortés se presentó al mediodía en el cubículo de Plácido, lo encontró ensimismado estirando el pellejo de las manos hasta resaltar los huesos. La imagen lo asqueó y le pidió que se retirara a casa. Para entonces el viento había arreciado, le fue imposible llegar al auto, se elevó por los aires, el edificio de La Vanguardia se convirtió en un punto entre los demás edificios de la ciudad; en conjunto, autos, casas, edificios, parques, personas y animales creaban un cuadro cubista. Desde arriba, el mundo era insignificante y se atrevió a pensar que esa fuera la razón por la que Dios no bajaba del cielo. El ruido de la ciudad era mitigado por las sinfonías que creaban su cuerpo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el capricho del viento. Cuando los volvió a abrir, se encontró frente a la puerta de su casa; adentro lo esperaba Romina con la niña en brazos. Al verlo, le soltó una gran reprimenda, las palabras apenas le llegaban mitigadas por la melodía que aún permanecía en su cabeza. «Divorcio» ¿Qué diablos quería decir? Se volvió a verla, la mujer calló al instante. «Iré a bañarme», fue lo único que logró formular. Bajo el chorro de agua caliente, la piel se fue desprendiendo, se diluía entre la espuma del champú; los huesos se desintegraron deslizándose a través del desagüe como un líquido amarillento. Cuando Romina entró, alarmada por el tiempo que había pasado en el baño, solo halló una bola de pelos.  

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