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El jolgorio

Jesús Guerrero Valdez

¡Marabunta en el corazón de la colonia! Me pregunté, ¿es día de fiesta? Los niños corrían de un lado a otro; las mujeres se asomaban entre los hombros o se tomaban de las manos; gritaban sin parar junto a la calle, pletóricas de ánimos desbocados. 

Salí de casa rumbo a misa de seis, con sobrado tiempo; me detuve en aquel espectáculo efímero. Alcancé escuchar: 

—¡Dale, dale! ¡Con más fuerza! 

Siete verdugos con garrotes hacían centro de sus pasiones desbordadas a una piñata humana; desgañitadas gargantas lanzaban consignas, mientras decenas de miradas se perdían, sin decir palabra en lo grotesco de la escena: 

—¡Muerte al violador! ¡Que le corten los güevos! —coreaban robustas mujeres de ojos desorbitados, mientras el hombre era despojado de la ropa. 

Quise saber lo que pasaba, pero nadie sabía nada en sí: 

—Creo es un violador —a penas me dijeron sin perder detalle —. Violó una niña, murmuraron otros. 

La gran mayoría tenía el rostro desencajado, pero no dejaban de mirar la carne macerada con tizones ardientes, poseídos por el fragor del momento y alimentados del fulgor de aquella tarde derramada. 

De pronto las campanadas a misa rompieron el hechizo; como ignorando todo, mujeres, niños y alguno que otro hombre retomaron rumbo, antes que el horizonte tiñera carmesí; pensé, se ha salvado. Me di la vuelta y alcancé a ver de reojo un golpe seco y certero a su cabeza, mientras la nata espesa de su ser lograba escapar por el adoquín de la calle y se extendía a lo largo de sus estrías. Debo confesar, también alcancé a observar mi reloj de pulsera, me dije apurado: «Ya son las seis». Aprieto el paso rumbo al templo del Sagrado Corazón de Jesús, para escuchar misa y expiar culpas…

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