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¡Feliz cumpleaños!

Susana Castañeda Barrios

Clavé el tenedor en el sandwichón y revolví el relleno. Repetí el movimiento una y otra vez hasta que se convirtió en puré. A mi alrededor todos aplaudían divertidos por las luces de los zapatos de Julián, unos del Rayo McQueen, regalo de papá. Julián movía sus piecitos al ritmo de la música, aplaudiendo igual. De repente, se cayó. Los aplausos no se detuvieron, al contrario, se volvieron más fuertes, ahora animándolo a levantarse. Todos lanzaron un grito de alegría cuando logró ponerse de pie. El pequeño rio sin entender la razón de tanto alboroto. Yo tampoco lo entendía. Era ridículo. Estaba molesto al ver a mi hermano como el centro de atención. No eran celos, como mis tías Consuelo y Remedios le habían dicho a mi madre. Para ellos Julián era un juguete. Lo llevaban en brazos de una habitación a otra, lo llenaban de mimos y regalos; las conversaciones giraban en torno a sus acciones. No había momento en el que no se hablara de él. Las reuniones familiares volvieron hacerse con frecuencia. Las fiestas ya no terminaban al primer golpe que daba algún tío borracho después de una discusión, sino cuando Julián iba a la cama. Todo esto podría parecer normal, pero yo sabía la verdad, que mi hermano era un remedio para el aburrimiento. Lo escuché decir a la abuela Pacha. Lo adultos estaban aburridos de nosotros, mis primos, de mí, por ser casi adolescentes. De nosotros solo había quejas: que Gabriela estaba gorda, que Marlon sacaba mala nota, que los gemelos Fernando y Fernanda eran unos chiflados, que yo llevaba las greñas demasiado largas y parecía mujer. A mis primos no parecía molestarles que la atención de los adultos se centrara en el nuevo integrante de la familia. Y aquello solo aumentaba más mi malestar. Sabía que cuando Julián dejara de requerir tantos cuidados lo abandonarían, que cuando su rostro dejara de ser tierno y se deformara con los rasgos característicos de la familia, lo condenarían al mismo desprecio que a nosotros.

El tío Oliverio llegó con el pastel y todos se reunieron alrededor de la mesa para cantar feliz cumpleaños. Detrás del pastel, mamá sostenía a Julián, el cumpleañero. El pastel estaba decorado con la imagen de un payaso, sobre la nariz roja había una vela del número dos, también del mismo color. Papá encendió la vela; después comenzamos a cantar. Cuando terminó la canción todos corearon que la apagara. Mi hermano paseaba la mirada de un lado a otro emocionado. Mamá ayudó a Julián a inclinarse junto al pastel. Las voces de mis tíos, que hace un momento llenaban la habitación, se apagaron. La tía Consuelo se llevó la mano a la boca, ocultándola; la tía Remedios sacó de sus abultados pechos un rosario y comenzó a rezar; el tío Oliverio y mi padre dejaron caer sus botellas de cerveza para sostener a la abuela Pacha, que amenazaba con desmayarse. Mamá profirió un grito sacándome de mi ensimismamiento. Observé la vela apagada a un lado de la cabeza de mi hermano. Pasaron los segundos, el minuto. Julián no se movía. Noté que mi mano estaba manchada de merengue. Me llevé uno de los dedos a la boca. Estaba delicioso. 

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