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La Guadalupe

Anne Luengas

Llegué aquí con una sola Guadalupe en mis maletas —intelectuales—: una isla en las Antillas. Varias amigas universitarias eran originarias de ahí, blancas, mulatas o como se dice: de color serio. La más hermosa, de hecho, fina y alta como un carrizo, lucía ese tono de café tostado al extremo, mas su nombre no era Guadalupe, sino Marianne. A Guadalupe, la verdadera, quizá ni la conocía.

Los azares me llevaron a esa tierra guadalupana ignorante de la isla. Islas son islas, confetis rocosos entre las olas del mar, erupciones benignas sobre la tez de Neptuno, nada. Pero yo aprendí, yo supe el valor de Guadalupe. De repente, las Lupitas florecieron como palos de rosa en primavera: la vecina de la derecha, la colega de trabajo, la dueña de la taquería, la empleada del banco. Lupitas, Lupitas, Lupitas por todos lados, bajo la protección segura del nombre amado. 

Me contaron el milagro del Tepeyac, la tilma de Juan Diego, la bandera del cura Hidalgo, el diseño de Ramírez Vázquez. Recorrí la basílica como carabela en el océano de la fe ajena, llevé visitas extranjeras a los pies de la Madona. Metí mis atrevidas narices en el texto náhuatl de su mensaje —Nicān mopōhua…— y desde luego, no entendí. Recibí invitación para festejar el 12 de diciembre. Me enteré de los debates sobre la autenticidad de la aparición. Leí argumentos acalorados a favor y respuestas gélidas en contra. Vi aparecer —y luego desaparecer— la imagen sagrada en un crucero: María la morena, humilde, con su cinto de embarazada, su largo pelo de indígena virgen, la flor de cuatro vientos, la capa estrellada… Un mensaje canadiense evocó a la Emperatriz de América. Y un día, alguien desveló una verdad extraordinaria. Me dijo: 

—Quizá sólo el 80% de los mexicanos sean católicos, pero el 100% son guadalupanos. 

La historia lo sugiere, el fluir cotidiano de la vida lo confirma y Guadalupe me alcanzó. Se puso en mi camino. Así de simple. Cuando paseo frente a la escuela vecina, debo bajar a la calle: un joven escogió la acera para vender muebles rústicos de madera. Hace unos dos o tres años, en ausencia del muchacho, descubrí, esculpido sobre el tronco de uno de los arbustos, detrás de la habitual silla del vendedor, el medallón de Guadalupe.

El artista talló un óvalo de buenas dimensiones y con evidente cariño ocupó sus horas muertas en grabar el rostro tierno e inclinado, las manos juntas en oración, el velo y sus estrellas, los rayos del sol eterno. El hallazgo disparó escalofríos breves y apretó un nudo en mi garganta; cerré los párpados para detener un par de lágrimas desobedientes. La fe sin pretensión del escultor inundaba mi alma. No hice un triple signo de cruz, no me arrodillé; sólo pasé y llevé a cuestas el respeto del pagano hacia el converso —el bautismo no quita lo pagano— y no fue todo. La virgen busca senderos: en días posteriores, una mano desconocida amarró un ramo de flores al tronco del arbolito. Y desde entonces nunca faltan rosas, ramilletes campiranos, vástagos con hojas verdes… 

Ahí no termina el asunto: una estrategia infernal, un soplo diabólico, un norte rabioso asaltó el barrio. Azotó a los paseantes y a los perros vagabundos, tumbó los basureros, dispersó su contenido más íntimo o espantoso, desplazó piedras, sacudió los mangos y arrojó las frutas contra las ventanas, rompió ramas y arrancó árboles. El pequeño altar de Guadalupe fue a dar al suelo, huérfano de tallos, brotes y hojas; las flores a su lado; las raíces como cien brazos implorantes tendidos hacia el cielo y el relieve adorado en el polvo. Era el fin, piensan ustedes. Pues no. 

A la mañana siguiente, apoyado en una muleta y en la maraña expuesta de sus raíces, el tronco, ahora mocho, ofrecía a los caminantes —detrás de un ramo de rosas— la imagen ennegrecida por la intemperie. La fe, sin duda, hace milagros: más nortes zarandearon el tallo frágil. Sigue ahí. Es más, después de la última ventisca, otra mano compasiva enterró el rizoma trágico. Yo espero la primavera: me pregunto si las malignas polillas encontrarán refugio en este altar o si nuevas ramas aparecerán, si las hojas verdes resurgirán y si, al crecer el arbusto, Guadalupe también se hará más grande. 

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