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Sangre ranchera

Luis Benedicto

[Los siguientes textos son episodios de la novela Sangre ranchera de Luis Benedicto, tomados de la edición de Lourdes Franco Bagnouls y Felipe Francisco Aragón Díaz, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Filológicas-Seminario de Edición Crítica de Textos, 2000 (Deuda saldada, 1)] 

 

 

Escopeta de dos cañones 

 

—Ave María Purísima del Refugio.  

—Sin pecado original concebida. ¿Qué anda haciendo acá, don Valentín?  

—Te vide subir la vereda y dije: voy a echar la platicada con el yerno. ¿Y tú?  

—Arriando los becerros a que coman algo verde. En el rancho todo está seco y pelado. 

Ambos callaron. Sus miradas, como atraídas por un imán se dirigieron al mismo punto: el ojo de agua que formaba estanque en el valle y brillaba al sol como rodete de plata bruñida. Desde la colina rocosa donde los dos hombres estaban parados, se dominaba el panorama del pequeño valle, angosto como barranca y encajonado entre las lomas erizadas de nopaleras.  

Se adivinaba que los dos hombres sentían ganas de hablar, de comunicarse sus pensamientos, pero ninguno se atrevía a empezar. Los becerros rumiaban el escaso zacate que medraba entre las peñas. Un perro, viejo y sucio, los acechaba con ojo vigilante, sentado en los cuartos traseros y rascándose una oreja para limpiarla de garrapatas. Valentín preguntó, después de suspirar: 

—¿Y el muchacho? ¿Cómo está Quintín?  

—Muy gordo. Serapia, la mujer del caporal Remigio, le da la chichi.  

Nuevo silencio. Abajo, en la vereda del valle, se dibujó una serpiente oscura que ondulaba. Eran los soldados del retén de rurales que bajaban al ojo de agua para dar de beber a la caballada.  

—¡Soplones! —dijo Valentín con desprecio.  

—¡Mantenidos del gobierno! —agregó Damián con mueca de repugnancia.  

Volvieron a callar. La lumbre del sol tropical quemaba el valle y sacaba destellos de las rocas puntiagudas del lomerío. Un constante zumbar de moscones ponía su música entre las pencas de los nopales donde radiaba el escarlata de las tunas. Arriba, ni una nube manchaba la comba del cielo, limpio y azul como si lo hubieran lavado con anilina. Los becerros se alejaban cuesta abajo, seguidos por la mirada vigilante del perro, que continuaba entre gruñidos rascándose la oreja. Valentín volvió a interrumpir el silencio:  

—Mira, Damián, a mí no me haces guaje. Tú tienes el mesmo soponcio que yo. ¿Verdá?  

—Verdá de Dios, padre. ¿Pa qué negarlo? Mas que sea su hija, Teresa es una perra. 

—Más perra que las chuchas. La chochinada que hizo contigo me dolió como a ti. Pero no quero que te desgracies sin necesidá.  

—¿Desgraciarme?  

—Un hombre se desgracia cuando se juega el pellejo y los otros se quedan riendo.  

—¿Luego usté no se enoja si les pego?  

—Pégales como te diga la conciencia el hombre casado debe arreglar solo su negocio.  

De nuevo callaron. Abajo, los soldados volvían a subir en fila la cuesta. Los dos hombres, inmóviles en la roca como ídolos de piedra, dejaron vagar la mirada en la lejanía del horizonte, rasgado a veces por el vuelo planeado de algún zopilote. Valentín recordaba las etapas del drama reciente: 

La mañana de la boda. Teresa, perdonada del desliz con el gringo, marcha a la cabeza de la comitiva, muy lucida en su vestido de raso, su rebozo de seda y las sartas de corales cayéndole sobre los senos rotundos. A su lado, Damián, muy gallardo con el sombrero galoneado, la chaqueta de cuero y la pantalonera plateada. Detrás el suegro, Valentín, recreándose en la contemplación de la pareja. 

La tarde del bautizo. Otra vez la comitiva camino del pueblo, pero llevando al frente una pilmama que carga en brazos un niño envuelto en ropón cuajado de listones. Padre y abuelo, muy ufanos, a cada lado de la yegua que cabalga en albardón la parida.  

La noche del abandono. Un hogar sin lumbre en el fogón y una cuna donde patalea un niño, buscando en vano entre lloros el pezón de la ubre. Un hombre joven que maldice a gritos. Y un hombre viejo contempla inmóvil la escena.  

¡Y allí está ella, la sinvergüenza, detrás del lomerío de enfrente, en el cuartel de los soldados, con su capitán bigotudo y fanfarrón!  

Dos puntos inmóviles aparecieron en la quebrada de las lomas, donde comenzaba a marcarse la vereda del ojo de agua. En el rostro bronceado de Damián se acentuaron rasgos enérgicos y en sus ojos de águila se hizo más intensa la negrura brillante de la mirada.  

— ¡Váyase, padre!  

—¿Pa qué, hijo?  

—¡Váyase, le digo! Hay ratos en que un hombre debe estar solo. 

 —No hay necesidá. Te adivino la intención. ¿Tienes la carabina?  

—Debajo del matorral. 

Valentín miró a la vereda con sus ojillos redondos, haciendo pantalla con la mano. Los dos puntos movibles se agrandaban, hallándose ahora a mediados de la bajada.  

—¿Es ella, hijo?  

—Sí, padre. Diario viene a bañarse al ojo de agua, con su soldado del demonchi. Yo perdoné lo del gringo porque fue antes del casorio; pero esto no puedo pasarlo.  

—Cuando la perra da en comer güevos, aunque le rompan el hocico.  

Los dos puntos, convertidos en siluetas de jinetes, llegaron al fondo del valle. Dos figuras, de hombre y de mujer, se desprendieron de las caballerías en dirección al ojo de agua.  

—Padre nuestro, que estás en los cielos.  

—¿Pa qué reza, padre?  

—Para que descansen las ánimas del purgatorio.  

Abajo, junto al estanque, las dos figuras destacaron con precisión. La mujer se desnudaba, descubriendo la carne trigueña donde el sol ponía reflejos dorados. El hombre se atusaba el bigote y la contemplaba con miradas sensuales.  

—Santificado sea tu nombre...  

—¿Pa qué sigue rezando, padre?  

—Pa que tengan descanso las ánimas benditas.  

Damián se acurrucó detrás de la roca, observó con mirada centellante a la pareja y metió la mano debajo de las ramas del huizache, de donde la retiró arrastrando por la culata una carabina. El cañón se tendió sobre la cresta de la peña, siendo su boca un tercer ojo que miraba a la pareja, Valentín saltó con brinco de pantera y cogió el arma, forcejeando con Damián. 

—¡Déjeme, que es mi obligación! 

—¡Que aguardes, te digo! 

—¡Déjeme y siga rezando! 

—¿A cuál vas a matar? 

—¡Al soldado maldito!... ¡Y luego a la sinvergüenza!  

—Tu carabina es nomás de una carga. 

—Yo no jierro la puntería. 

—Pierdes el tiempo en volver a cargarla... ¡Toma! —añadió Valentín, sacando una escopeta de entre los pliegues de su sarape—. Es venadera y de dos cañones. La cargué pa ti con balas de onza y le eché agua bendita. Ansina no le jierras. 

Y con un gesto que repetía, sin copiarlos, el de Abraham en el monte y el de Guzmán el Bueno en la muralla, tendió la escopeta al yerno. 

Abajo, el cuerpo desnudo de Teresa, junto al uniforme azul del capitán, se alzó en el lavadero. Arriba, Damián volvió a acurrucarse detrás de la roca; Valentín deslizó entre los dedos las cuentas de su rosario; los becerros saltaron entre la nopalera; el perro, sin cambiar de postura, siguió rascándose la oreja hasta sacarse la sangre. Y más arriba, el firmamento limpio y azul, rasgado a veces por la parábola negra de un zopilote, que con las alas inmóviles se deslizaba como avión silencioso.  

Dos detonaciones casi simultáneas. Una ligera nube de humo detrás de la roca. El aullido prolongado de un perro. Un hombre joven que de un salto se pierde entre el matorral. Y un hombre viejo que reza con voz cascada: 

—Hágase, Señor, tu voluntá... 

Y abajo, en el valle, dos cuerpos, uno desnudo y otro con uniforme, que flotan en la superficie dormida del agua.  

 

Ocho días después, la única calle del pueblo se llenaba de curiosos, agolpados frente a la casa del gobierno. 

—Es el cuerpo del probe Damián —decía uno de los curiosos—, que lo trujeron en camilla los soldados. 

—Dizque lo afusilaron en el cerro. 

—El comandante dice que les corrió cuando lo traiban preso y que por eso le tronaron la ley fuga. 

—Desde que hirió a su mujer y mató al capitán lo andaban siguiendo en el monte como perros. Al probe lo pescaron a la descuidada. 

—¿Y su mujer? ¿Cómo sigue Teresa? 

—Muy aliviada. Se la llevaron al hospital de México. 

Era verdad. El cadáver del capitán fue encontrado en el ojo de agua con un agujero redondo en la cabeza. A Damián, una semana después, lo fusilaron los rurales al capturarlo en la sierra. Y Teresa con una bala de plomo alojada en el pecho, había sido llevada al hospital de la ciudad, donde no tardó en curar. 

Luego se supo que Teresa, más bonita que nunca, vestida de seda y con colorete en la cara, seguía viviendo en México, en una casa lujosa, a la que iban de visita por la noche señores en carretela. 

Valentín maldijo y desheredó a Teresa, como había maldecido y desheredado a Ignacio, y prohibió que le hablaran de ella. El cabello se le volvió completamente blanco y las arrugas le partieron el rostro, como los surcos de las sementeras. 

Cada semana, la tarde del domingo, se veía a Valentín subiendo la cuesta del cerro del Pedregal con un niño cargado a la espalda y un pedrusco en la mano. Detrás corría un perro sarnoso que se paraba con frecuencia para rascarse las orejas. 

Valentín se detenía a media ladera, en un recodo de la cuesta, donde se alzaba una cruz de palo sobre un montón de piedras. Después de santiguarse, arrojaba el pedrusco para aumentar la pirámide y sentaba al niño en el suelo, junto al perro que continuaba en la tarea de buscarse las garrapatas con las uñas. Valentín decía luego, con voz cascada:  

—Mira, Quintín, aquí cayó tu tata. 

Al pie de la cruz, esculpidas en la madera a punta de cuchillo, toscas letras anunciaban: 

«Aquí mataron a Damián González».  

El niño y el perro mezclaban sus gruñidos. 

La voz del viejo rezaba: 

— Padre nuestro, que estás en los cielos..... 

 

El pueblo estaba de fiesta 

  

  

El poblado de Jaltipán estaba de fiesta. Pero no una fiesta cualquiera, sino de mucho ruido, como correspondía a gentes que, no obstante su humilde condición campesina, sabían gastar en un solo día el producto de toda una cosecha. 

La población diminuta, incrustada en el corazón del paraíso tropical, se componía de medio centenar de jacales de adobe, aislado cada uno en medio de extenso corral que limitaban cercas de piedra y desparramados todos sin concierto en torno de la vieja iglesia de maciza cantería. Situado en la ondulación de una loma, surgía el caserío como nido de humanidad en el claro de un bosque de chicozapotes, árboles por cuyo tronco circulaba savia lechosa que luego se convertía en chicle. Los arbustos de la vainilla invadían calles y corrales, mostrando entre las hojas las verdes escolopendras de sus bejucos perfumados. Junto a los troncos de mameyes y de papayos crecían orquídeas venenosas, bajo cuyas ramas se deslizaba la víbora y se arrastraba el escorpión. La miel de la vida junto a la ponzoña de la muerte, en el esplendor del paisaje tropical. 

El pueblo estaba de fiesta. Era el día de San Felipe y había que hacer rabiar de envidia a esos pretenciosos de Villacruz, poblado vecino que quería igualarse con Jaltipán. Ellos, los jaltipecos, eran indios puros, de legítima procedencia azteca, y no como los presumidos villacruzanos, que tenían revoltura de gachupín. Sobre todo —y éste era el eterno manantial de discordia entre los habitantes de las dos poblaciones—, los de Jaltipán tenían de9 patrono a Gelipito de Jesús, santo mexicano hasta las cachas, y que fue al Japón para que lo crucificaran como a Nuestro Señor Jesucristo; y los otros, los de Villacruz, tenían a Siñor Santiago, que dizque bajaba del cielo en su caballo blanco para ponerse a matar indios a puros machetazos. 

En la plazoleta frontera a la plaza bullía el gentío. Los músicos se instalaron en el tablado de madera de cedro y comenzaron a afinar sus guitarras y sus bandolones. Bajo los árboles había mesas de fonda, donde se servía el mole picante, la sopa de arroz y los frijoles refritos. En otros puestos se vendía la cerveza espumosa, el diáfano mezcal y el pulque de caña para las señoras. Y por todas partes, sobre cobijas extendidas en el suelo, mil y cien baratijas, cuchillos y navajas para los hombres, espejos y listones para las mujeres, trompos y muñecos para los niños y velas de cera para las imágenes del altar. Por las callecillas abiertas entre las hileras de puestos, la multitud paseaba embobada en la contemplación de cosas tan bonitas. El color blanco, que el reflejo del sol hacía brillante, dominaba en el bullicioso conjunto. Blancas eran las vestimentas masculinas, el calzón y la blusa de manta, y blanquísimas las enaguas de las mujeres y sus airosas camisas de encaje y holán. 

Dentro de la iglesia, al pie de la imagen del santo festejado, algunas viejas llenas de escapularios murmuraban sus rezos. 

Salvador, en vísperas de partir a la capital, se despedía del pueblo visitando la feria. Con sus dieciséis años corridos, era un guapo mocetón, que atraía las miradas femeninas por su sonrisa apacible y sus ojos adormilados. Llevaba por la mano a Angelita, saltarina con la viveza de los cinco años, rubia como los primeros jilotes de la milpa, y sonrosada como las amapolas tempranas del trigal. Detrás marchaba a brincos el pequeño Quintín, con sus tres años largos, prieto como el comal de las tortillas y ventrudo como un botellón de barro. 

El pueblo estaba de fiesta. Sonaron en el tapanco de los músicos los acordes voluptuosos del danzón. Las parejas subieron al tablado y los cuerpos jóvenes se enlazaron, se ciñeron, se untaron, para ondular y moverse con la cadenciosa languidez de la melodía costeña. En el otro extremo de la plaza se cantaba un huapango, cuyas notas destempladas se prolongaban con vibración de alarido. 

De pronto la música cesó y el gentío se detuvo, para abrir valla a una comitiva que se acercaba. Al frente caminaba encorvado un indio canoso y arrugadito, que desempeñaba en el pueblo las funciones de gobierno; lo seguía una pareja de topiles o policías rurales; detrás marchaba media docena de vecinos, de lo más serios y caletrudos, que formaban con el viejo cacique una especie de Ayuntamiento. 

Hubo murmullos en la multitud. 

—¿Qué sucede? 

—Los de Villacruz ya vienen pa acá. 

—Que las mujeres se metan en sus casas y los hombres se junten aquí, con sus carabinas y sus machetes. 

Revuelo de pánico en la multitud. Los comerciantes recogieron apresurados sus mercancías, para refugiarse en las casas vecinas. La plaza se vació en un momento, corriendo la gente en todas direcciones. Sólo quedaron en el tablado los de la comitiva, con el fusil en la mano y el machete colgado a la cintura. 

¡El pueblo estaba de fiesta! 

El anciano cacique llamó a Salvador y le dijo: 

—Vete corriendo al rancho y avísale a tu padre. Que se venga con su gente, a darnos cerilla en el combate. 

El rancho de Valentín distaba media legua, y allá se dirigió apresurado Salvador cargando en hombros a Angelita y arrastrando por un brazo a Quintín, que saltaba como pelota y se limpiaba las lágrimas con la mano que le quedaba libre. 

Comenzaron a regresar a la plaza los hombres, en grupos nutridos, con escopetas, pistolas, machetes y hasta lanzones de hierro oxidado. Llegaron también mujeres que se empeñaban en tomar parte en la pelea al lado de sus machos. Una parvada de chiquillos limpió de piedras la plaza, las que amontonaron luego en el atrio del templo para que sirvieran de proyectiles a la hora de la balacera. 

Corriendo llegó un mocetón sudoroso, enviado antes como espía para observar la fuerza enemiga. Informó jadeante que una partida de cien villacruzanos, todos a caballo, subía por la cuesta del Arenal. La noche anterior hubo en Villacruz borrachera general; luego sacaron en andas por la calle la imagen de Santiago; a la madrugada se reunió un grupo de jinetes, para hacer un ataque sobre Jaltipán y demostrar que el San Felipe no le llegaba ni a los talones al Santiago milagriento. 

Después de escuchar el informe, el viejo cacique, convertido en general, dictó disposiciones estratégicas; los hombres con carabina, a la torre mocha del templo; los armados con machete, a las bardas del atrio; las mujeres, a defender los ventanales, y los muchachos en la azotea, para soltar la lluvia de piedras. 

Pero antes había que sacar en procesión a San Felipe. Los otros traían a su Santiago, y era necesario poner frente a frente las dos imágenes a la hora de la balacera. Al cabo, de santo a santo, el más apolillado se rompe. 

La multitud se arrojó sobre el altar y levantó en peso la imagen de San Felipe, para colocarla sobre una tabla que sostenían a hombros los más fornidos. No había sacerdote para impedirlo, pues el señor cura estaba en otro pueblo distante, llamado por el obispo, que andaba haciendo la visita pastoral. Tampoco había fuerza militar que interviniera, porque el destacamento más próximo tenía su cuartel a cinco leguas del lugar. 

Salió la procesión a la plaza. Al frente iban los encargados de la imagen, que cabeceaba a cada trepidación de la marcha. Detrás, la fila de la muchedumbre, con escopetas en lugar de cirios y carrilleras en vez de rosarios. Se cantaba la letanía mayor: 

—¡San Gelipito! 

—¡Ora pro nobis! 

Rumor del tropel en la calle próxima; gritos, imprecaciones, alaridos. Todos corrieron al interior del templo para ocupar sus puestos de combate. La imagen de San Felipe quedó abandonada en la puerta del atrio. 

¡El pueblo estaba de fiesta! 

Los caballos de los asaltantes levantaron en la plaza una nube de polvo. En lo alto de la torre se oyó el ruido de los cerrojos de los fusiles, preparando la carga. Se cruzaron gritos de provocación y desafío: 

—¡Viva Siñor Santiago, indios de la trompada! 

—¡Viva San Gelipito, injertos de gachupín! 

Los muchachos de la azotea, impacientes, dieron la señal del zafarrancho al soltar la rociada de piedras. Luego comenzó la esquitera, con un traqueteo que duró sus buenos diez minutos. Comenzaron a caer los muertos y los heridos. Los sitiados hicieron una salida, y machete en mano dieron una carga, haciendo recular y derribando a varios jinetes, cuyos caballos escaparon lanzando coces al aire. 

Y por encima del tumulto y en medio de la balacera, la imagen de Santiago, llevada por los asaltantes en lo alto de una carreta, parecía que quisiera bajar de su caballo de palo, para ponerse también a matar indios. Y la otra imagen, la de San Felipe, aguardaba entretanto a la puerta del atrio, abrazada a la cruz de su martirio. 

¡El pueblo estaba de fiesta! 

Media hora duraba ya la pelea, cuando se oyó un tropel de cabalgata por el rumbo del camino real. Los combatientes suspendieron el fuego, sin saber para cuál de los dos bandos llegaba el refuerzo. Era Valentín, a la cabeza de veinte vaqueros a caballo y de cincuenta peones de infantería. Al desembocar en la plaza, Valentín se alzó sobre el fuste, apoyando las puntas de los pies en los estribos, para gritar con voz de mando: 

—¡Nadie se mueva! ¡Tengo rodeado el pueblo con mi gente y todos ustedes son mis prisioneros! ¡Que se me entreguen las armas! 

Hubo un murmullo amenazador entre los ocupantes de la plaza y otro de regocijo entre los defensores del templo, al reconocer éstos un aliado. 

—¡Que se obedezcan mis órdenes! —volvió a gritar Valentín—. ¡Vengo dispuesto a no dejar títere con cabeza! 

Y para demostrar que no amenazaba en vano, hizo avanzar a sus infantes al parejo de los dragones, con las carabinas listas para la descarga. 

Los asaltantes, sintiéndose en peligro de morir abrasados a dos fuegos, no tuvieron más remedio que rendirse, mientras en lo alto de la iglesia se elevaba un clamor de gritería y los sombreros volaban por el aire festejando la victoria. 

Después de entregar las armas a la gente de Valentín, los villacruzanos recogieron a sus heridos y los cadáveres de sus muertos, para llevárselos en la carreta de Santiago, emprendiendo luego la retirada por el rumbo de donde llegaron. Valentín permitió que todos se fueran sin detener a los cabecillas para entregarlos a la autoridad, porque a él le repugnaban las funciones de gendarme. Allá que se las averiguaran después con ellos las gentes de los juzgados. 

Entretanto, los heridos del templo se arrastraban entre las hierbas del atrio, hasta llegar a la imagen de San Felipe. Una mujer, madre joven por las trazas, se abrazó a la peana de la escultura y con gesto de dolor desgarró la tela de la camisa. Brotaron los dos senos, erectos y rotundos, entre los que se marcaba un rosetón escarlata, del que corrían hasta el vientre hilillos de sangre. La mujer clamó: 

—¡Fue por ti, San Gelipito! 

Luego, con las dos manos, se oprimió un seno, haciendo saltar la leche, con la que se mezclaron gotas de sangre, y el chorro fue a mojar los pies del santo, como una ofrenda. 

¡El pueblo estaba de fiesta! 

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