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Mi pueblo en diciembre

Geazul Aradillas Torres

Los días habían comenzado a sentirse fríos en Tempoal, el clima estaba cambiando nuevamente, con la entrada del invierno lejos quedaban los días de primavera y su calor sofocante. En esta parte de la región eran días húmedos, así que este cambio apenas nos sentaba bien a todos para dormir sin el abanico o en el techo de las casas. 

Cuando llovía, la escuela era nuestro lugar preferido para correr y meternos debajo de los chorros de agua que caían del techo, era como mojarnos con una gran regadera. Y aunque en el cielo encapotado se escuchaba el estruendo de los rayos, jamás en nuestra mente pasó que nos podría caer uno, solo corríamos felices, sin miedo, bañándonos bajo la lluvia. Pero eso ocurría en primavera. 

Entonces, en diciembre se respiraba por todos lados la víspera de la Navidad. En nuestra casa mi papá ya había comprado el globo con que haríamos la piñata, y en ese fin de semana, lo había inflado y colgado en el árbol afuera de la casa, el de guayabo que era el más pequeño y que nosotros alcanzábamos. Mi mamá preparaba engrudo con harina, limón y agua para pegarle periódico al globo, hasta formar una cáscara gruesa que pudiera soportar los golpes del palo de la piñata. También recortaba con nosotros el papel de china con el que lo decorábamos en tiras anchas, en cuyo largo realizaba pequeños cortes, después, a esas puntas les pasábamos con mucho cuidado, uno a uno, la punta de un cubierto, lo que daba como resultado que se ondularan. Todos ayudábamos a darle forma a la piñata que poco a poco se iba haciendo más gorda y más gorda hasta que tomaba forma, la tarea nos llevaba varios días y esperábamos con mucha impaciencia entre capa y capa a que se secara para poder colocar los conos en las puntas, y las tiras de papel china de colores para terminar. El resultado era una gran piñata muy colorida de grades picos que romperíamos el día 24 en el patio de enfrente, en la casa de los abuelos, donde invitaríamos a todos los vecinos pequeños, todos esperábamos nuestro turno. Esa piñata tan hermosa se llenaba de naranjas, colaciones, pedazos de caña, y hasta manzanas, por lo que más de uno salía descalabrado al caer las frutas desde lo alto. Después nuestra abuela nos regalaba a todos un lápiz y un cuaderno que había comprado especialmente para todos los niños que asistieran. 

Mas tarde, como a las 10, nos reuníamos en la sala para tomar ponche que mi abuela había preparado con tejocotes, guayaba y mucha fruta que yo entonces no conocía. La cena consistía en lo que el bolsillo alcanzara para la ocasión, que generalmente eran tamales. Mis papas llevaban pollo de doña Emma (ese siempre ha sido y será el mejor pollo rostizado que he probado en mi vida y aun sigo buscando un sabor parecido). Son sabores y olores de mi niñez que, si fuera una buena cocinera, trataría de igualarlos. 

El 24 se escuchaban a grupo de niños yendo de casa en casa, cantando y pidiendo posada, llevaban una canasta donde se les depositaba dinero o regalos. 

Ese día, lleno de emociones, se terminaba temprano para nosotras. A veces nuestros ojitos querían quedarse despiertos esperando a Santa junto al árbol, pero el cansancio tras la fiesta nos vencía. Generalmente a Santa se le olvidaba traernos un regalo… pensábamos que quizá nos habíamos portado mal durante el año y no habíamos obedecido a nuestros padres, cosa bastante cierta ya que el año transcurría con múltiples aventuras y travesuras que siempre nos metían en problemas. Así que ni modo, otro año sin regalo. Teníamos el próximo para, ahora sí, no quedarnos dormidas y, en una de esas, atraparlo y reclamarle su falta de interés en nosotras. 

El 25, el Niño Dios amanecía acostadito en el pesebre, ¡cómo me encantaba verlo!, con su trajecito blanco tejido, su gorrito y zapatitos para que no tuviera frio. 

Pero nuestros festejos no acababan ahí, ahora debíamos prepáranos para terminar el año. 

Llegábamos al día 31 con mucha más actividad. Mi mamá nos mandaba al molino con kilos de maíz que debía quedar medio quebrado, ya que serviría de base para el zacahuil. Mi padre cortaba las hojas de palma y de plátano para envolverlo y mi mamá preparaba en ollas enormes la carne de puerco mezclada con pollo, y mucha salsa de chile rojo que molía pacientemente, revolvía la masa, la semilla tostada y molida y, junto con mi tía Bole, en una mesa, comenzaban a preparar el tamalote. Distribuían la masa, la salsa y la carne a lo largo, y comenzaban a apretar al momento que envolvían, cuando lo cerraban le ponían espinas de cornizuelo (si no estoy mal, eran siete). Durante la preparación del zacahuil, no podía estar presente ninguna embarazada o mujer enojada, para que no saliera crudo.  

El abuelo Chema y los demás hombres alistaban el horno de barro que estaba en el centro del terreno y que él mismo había construido, así con mucha leña que traída de la parcela, la cual era colocada dentro del horno de adobe y a la que se le prendía fuego hasta que solo quedaran muchas brasas ardientes. Se sellaban los huecos con barro y se cercioraban de que estuviera bien caliente. Ahí metían el zacahuil de las tres casas. Tenían siempre el cuidado de tapar el horno completamente, hasta el mínimo hueco para que no se saliera el calor. Así toda la noche del 31 se cocinaba nuestro delicioso desayuno. A veces nos reuníamos alrededor con mis primos Güero y Adiel para sentir un poco de olor del tamal, pero solo notábamos el olor a barro caliente. 

Esa noche del 31 no se festejaba tanto como el primer día del año, a lo mucho nos reuníamos en alguna casa, a conversar, y los hombres a tomarse una que otra bebida. Ya en la noche nos despertaban por la madrugada los aguinaldos, que eran hombres grandes que de casa en casa cantaban pidiendo también posada o una caguama, con versos que les componían a los vecinos. A veces se marchaban molestos cantando: «ya nos vamos de aquí a la chingada, porque el tacaño de Don Raúl no nos dio nada», entre otras groserías que hacían rimar perfectamente.  

El día primero amanecía temprano para nosotros, ya que mis papas se levantaban casi al primer rayo de sol a sacar el zacahuil del horno. Todos pedíamos que estuviera bien cocido para degustarlo; a parte para evitar malestares y que se pusieran a buscar culpables entre las tías: ¿Quién estaba enojada?, o ¿quién embarazada? Para mí era lo más delicioso sentir esa mezcla de olores de los chiles. O cuando preparaban xojol, olor de la masa revuelta con queso y piloncillo. Como cuando mamá preparaba piques que después calentábamos partidos en el comal de la casa, y comíamos acompañado de un delicioso café de olla que nos servíamos con un huacal de huaje. 

Cuando los hombres estaban sacando del horno los grandes envoltorios de palma, nosotros aprovechábamos para aventar una papa y plátanos costillones para que se cocieran en lo caliente; el horno tardaba mucho en enfriarse, así que fácilmente al caer la noche hasta una cubeta con agua podíamos meter para bañarnos. 

Ese día desayunábamos y comíamos zacahuil… y el resto de la semana hasta que se terminaba. Pero también se hacían intercambios de guisos con la comadre, con la prima, con la tía, de aquí para allá, y probábamos diferentes sazones. 

Mi mama para acompañar al zacahuil tenía listos los chiles en conserva (con vinagre, cebollitas, zanahoritas, y muchos condimentos), muy ricos y más picantes que los que venden enlatados. 

También ese día visitábamos a toda la familia para darles el abrazo y desearles un feliz y próspero Año Nuevo, así que juntábamos felicitaciones y buenas vibras de todos. 

Había terminado diciembre y nuevamente comenzaba un nuevo año plagado de aventuras para nosotras y nuestros primos, en ese inmenso terreno lleno de árboles de ciruelo, de toronjas, limones, papayas, guayabas, limas. Nuestros abuelos eran los que habían comprado ese lugar donde vivía toda la familia. Su hijos, nietos y nueras, porque deseaban ver crecer a sus nietos y estar siempre juntos. Era una inmensa selva para nuestra imaginación de niños. 

Todo estaba cambiando nuevamente, sabíamos que comenzando diciembre empezaba una de las festividades que esperamos con ansia por los regalos, las comidas, las posadas, las piñatas, el árbol de Navidad, el cumpleaños de la Virgen de Guadalupe en este pueblo cien por ciento guadalupano. 

El día 11 de diciembre casi todo el pueblo acudía a las afueras del poblado para la peregrinación a la Virgen, ahí los organizadores regalan velas y flores de trigo que se disolvían al viento; las velas eran de cera color café y olían delicioso, una que otra vez las llegué a morder. A veces, ya encendidas, la cera nos quemaba las manos al derretirse.  

El sacerdote del pueblo junto con la Virgen era trasladado en una camioneta de redilas, dos hombres sujetaban a la imagen para que no se ladeara. Así comenzábamos a caminar, cantando «la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac» todos al mismo tiempo en un rumor inmenso que llenaba el corazón; todas las velas prendidas en la oscuridad de la noche parecían un rio de pequeños destellos. Era realmente mágico.  

El sacerdote lideraba todos los rezos y cantos con una bocina de corneta desde el vehículo en movimiento. 

Caminábamos acompañando a la Virgen rezando y cantando hasta llegar a la iglesia del pueblo, pero para eso debíamos dar muchísimas vueltas antes de llegar a nuestro destino como si nos hubiésemos perdido, aunque pudiéramos hacerlo en línea recta para llegar mucho más rápido. Este recorrido se hacía para que la virgen bendijera todo el poblado. Los hombres lanzaban cohetes a nuestro paso y el cielo se llenaba de colores, todo se inundaba con el olor de la pólvora y el de las velas al derretirse. 

Al llegar a la iglesia, la Virgen se depositaba en el altar y nosotros esperábamos la misa, en cualquier lugar donde nos pudiéramos acomodar entre la multitud. De repente se escuchaba la llegada de más gente que entraba corriendo y gritando «¡viva la virgen de Guadalupe!» y todos se hacían a un lado para dejarlos pasar; esas personas eran deportistas que llevaban el estandarte de la Virgen y venían de muy lejos corriendo, como una manda u homenaje para ella. Ese estandarte con su imagen era depositado a su costado. 

Al terminar la misa, nos dirigíamos al parque a disfrutar de los esquites, chicharrones y la fiesta. Dábamos vueltas al pequeño kiosco para ver a quién nos encontrábamos, tal vez al chico que nos gustaba pero que nunca nos hablaba, y al que le daban un codazo sus amigos cuando pasábamos; o a la vecina chismosa; o a la amiga de la escuela con sus padres. En algún momento todos corrían a acomodarse frente a la iglesia, encendían los fuegos pirotécnicos que se encendían desde abajo para que, de forma sistemática, se fueran prendiendo uno a uno, con pequeñas explosiones que iban desenvolviendo imágenes alrededor del armazón en forma de castillo y a veces, entre el fuego, se comenzaba a revelar la imagen Guadalupana; finalmente salían expulsados hasta el cielo los cohetes que en un estruendo lo iluminaban todo vivamente. 

Yo por curiosidad me dirigía hacia dentro de los patios de la iglesia y miraba desde los orificios de la celosía, no podía entrar de tanta gente que se arremolinaba, saliendo de todas partes. Se escuchaba a las niñas que venían de las rancherías vecinas con sus vestidos multicolores, sus chapitas coloradas y sus sonajas cantando alabanzas, con esa voz aguda, tan hermosa, bailaban dando una vuelta y golpeando el suelo con sus pequeñas chanclitas de cuero, todas formadas una frente a la otra ¡me encantaban! Aunque siempre me preguntaba por qué se ponían esas chapitas como muñecas sumamente rosas, y sus vestidos tan exageradamente brillantes, de colores fuertes, casi chillantes. 

Ese día terminaba para nosotros los pequeños no tan tarde, ya que regresábamos caminando desde el centro hasta nuestro hogar, el único transporte colectivo y económico de la localidad iba lleno hasta los escalones, así que no quedaba más que caminar con nuestros padres. No recuerdo haber sentido cansancio, volvíamos felices de todo lo vivido. 

Así comenzaba diciembre en mi pueblo. 

Por esos mismo días mi papá y mis hermanas salíamos a buscar la punta de un árbol de chote, era cuestión de observar los árboles que había camino al río y descubrir cuál de esas puntas terminaba en pico, ya que no usábamos nunca un pino de verdad como los que cortan ahora, muy frondosos, y no sé por qué extraña razón en ese momento de nuestras vidas no teníamos uno artificial; posiblemente aún no los inventaban. El hecho es que tuvimos uno de plástico hasta después de algunos años cuando crecimos, mientras era lo máximo para nosotras rastrear nuestro lindo árbol cada año. 

Esa punta de chote la llevábamos a nuestra casa y mi mamá de encargaba de rasparla hasta quitarle las espinas. Mis hermanas y yo cortábamos tiras de papel china color verde y envolvíamos rama por rama el arbolito, que metíamos en un bote con tierra y piedras para que lo soportara y se mantuviera fijo. Al terminar de acomodarlo, lo colocábamos en una esquina de la casa y lo comenzábamos a arreglar. 

Como siempre y cada año, las guías de luces navideñas estaba enredada, así que con mucho cuidado me encargaba de desenmarañarla, cuidando de no echarme los foquitos, que, aunque siempre guardábamos repuestos, era una verdadera calamidad si se rompía uno. Una vez lista, colocábamos la guía alrededor al árbol, y después las esferas de vidrio de diferentes colores, y comenzábamos entonces con lo mejor: poner en práctica la imaginación para el diseño del nacimiento, y ahí todos participábamos. 

Mi abuelo Chema nos traía un costal de heno de la parcela, que más bien parecían un millón de raíces hechas nudo. ¿Sabían que el heno es en realidad un parásito que termina secando el árbol en el que nace? Nosotros lo distribuíamos en la base del árbol tratando el tapar el bote en el que descansaba, acarreábamos un pocillo con arena, un pedazo de espejo y la caja con toda la representación del nacimiento de Jesús, se colocaba el pesebre, menos al Niño Dios, ya que él se depositaba hasta el 24, a media noche, para que amaneciera en la mañana del 25, mientras, permanecía escondido, dentro del ropero de mamá. 

Nos dábamos gusto trazando el camino de arena que bajaba de lo alto del pesebre, y el agua que se formaba con el pedazo de espejo donde acomodábamos los cisnes y los patos; los pastores con sus ovejas pastaban en el heno, y los tres Reyes Magos subían la pendiente rumbo al nacimiento. Era una creación formidable que nos llenaba de orgullo. Y prender el árbol todas las noches nos llenaba de ese cosquilleo y amor por el prójimo que siempre llega en diciembre. 

En la escuela nos aprendíamos los villancicos que entonaríamos en la posada. Como siempre entonábamos el ro-po-pom-pom del Niño del Tambor, y a todo lo que daba nuestro pecho comenzábamos a ensayar: «el camino que lleva a Belén, baja hasta el valle que la nieve cubrió, los pastorcillos quieren ver a su rey, le traen regalos en su humilde zurrón». Éramos niños pequeños entre 8 y 10 años que cursábamos la primaria. La escuela estaba al lado de la casa de mis abuelos y, aun así, mis padres nos iban a dejar y nos llevaban de la mano, a esa escuela que ni siquiera bardas tenía, con su cancha grande y sus dos canastas de basquetbol donde los fines de semana nos íbamos a jugar, como si fuera nuestro propio y gran patio de juego. Estaba tan cerca de donde vivíamos, que podíamos a veces observar desde nuestra casa quiénes se reunían ahí para echarse una cascarita de futbol los fines de semanas, o entre semana, ya muy tarde, cuando terminaban las clases. A veces sólo nos sentábamos sobre la banqueta y nos quedábamos ahí, observando a la gente que pasaba. También lo solían hacer los adultos, se sentaban a platicar con quien los saludara, algo muy común en un pueblo pequeño como Tempoal. 

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