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Tres cuentos

Orlando Ortiz

La adopción

[publicados originalmente en De Entonces y Ahora,  
editado por el Fondo de Cultura Económica en 2014] 

oña Ninfa Cisneros caminaba con paso apurado por la única calle más o menos decente de aquel pueblo de Llega-y-vete.

Ahí nunca pasa nada y no hay mucho que ver: su placita de armas con tres o cuatro árboles trespeleques y las dos bancas que, como dice el letrero del respaldo, regaló doña Minerva Treviño (boutique y varios, con fotocopiadora anexa); también están la presidencia municipal con la cárcel a un lado, una fonda que dicen restorán con cuartos como de hotel (para fuereños sólo, no para lo que se les ofrezca a las mujeres de la vida, porque esas andan por el mercado) y un almacén que tiene cosas del “otro lado”, y también desde semillas y aperos de siembra hasta medicinas de patente, para cristianos y ganado; la funeraria del Chueco González, que lleva por apelativo Ambrosio, pero nadie lo conoce como tal.

Para más datos, el pueblo está en la frontera, justo con el río Bravo en su cabecera. 

La escuela primaria no queda lejos del centro, y secundaria ni para remedio, pero sí hay como diez cantinas, ninguna en la plaza de armas porque las mentadas “fuerzas vivas” lo impidieron. 

    Ni quiosco había, en la placita de armas, así que doña Ninfa la atravesó en diagonal, como si fuera hacia la silla con toldito de lona que usa Margarito, el bolero del pueblo. Lo saludó, igual que siempre. Y, como siempre, el susodicho  le preguntó a dónde iba; la señora le respondió que hasta la pregunta es necia, Márgaro, es viernes, voy al panteón. Ni tan necia, Ninfita, le dijo el hombre, porque malpensé que iba como todos a ver a los muertos. Las palabras surtieron efecto, se detuvo dizque a secarse el sudor de la frente pero fue más bien para darle tiempo al infeliz de que le contara todo el asunto. Aunque se lo imaginaba. 

    El martes de la semana pasada, cuando ya estaba pardeando, llegó Hilario, el del rancho Los Rastrojos, para avisar a las autoridades que había unos cadáveres ya muertos en una de sus labores, la que queda juntito al río; como ya era tarde fueron a recogerlos hasta el miércoles. El comandante Pancho y Dámaso, el alcalde, dijeron que estaban baleados por la espalda pero todo apuntaba a que los habían balaceado en el otro lado, seguro los rinches o algunos de esos que andan ejecutando a los mojados, y que luego los echaron al río. Pero eso no es novedad, apuntó la mujer, fue la semana pasada y casi cada de vez en diario matan a algún paisano. Pero mal que bien se saben luego sus generales —replicó el bolero— y nos los mandan como quien dice ya etiquetados, pero estos no traían papeles ni nada y los tienen en la cárcel con hielo seco; lo alarmoso es que a pesar de que mandaron avisos para todas partes y han venido paisanos a verlos desde no-sé-dónde, nadie los reclama y el presidente municipal y el comandante ya no saben qué hacer con los muertitos. 

    La mujer se encogió de hombros y reanudó su camino. El panteón está en las afueras, pero el pueblo no es muy grande, así que en dos patadas ya estaba ahí. Nomás traspuso el falsete de la entrada se le pintó en la cara una sonrisota de orgullo. A leguas se veía cuál era la tumba de Ramiro Zúñiga, su difunto marido. Las otras tenían unas tristes cruces de madera, negras o deslavadas, y no faltaban algunas con lápida gris o negra, todas muy lúgubres; en cambio la de Ramiro viejo, su difunto, era una chulada, hasta daba gusto verla. La cruz era azul celeste con toquecitos blancos, el nichito para las veladoras y la lápida las había pintado de amarillo, y alrededor tenía sembradas flores de colores según la temporada. Todos lo viernes iba a moverles la tierra, para que las raíces estuvieran a gusto, a quitar la hierba, a regarlas y ponerles vitaminas. 

La gente decía que estaba medio zafada porque siempre había flores en la tumba y no dejaba semana sin ir a cuidarlas, llueva, truene o relampaguee, así ande con reumas, traiga dolor de costado o me haya dado esa tos de perro que a veces no me deja ni dormir, decía. Pero la verdad es que eso de una tumba que no lo pareciera había sido idea de su difunto. Primero porque a ella le enfadan muchos las gentes que se la pasaban años y años de luto entero, todas de negro; segundo, porque él le dijo que una cruz o una lápida negra y triste la iba a entristecer a ella; y luego, porque tampoco él quería apesadumbrarse viéndola a ella toda mustia y enlobregada. 

Doña Ninfa era tan meticulosa con el jardincito de la sepultura, que cuando cambiaba la temporada y no podía ir personalmente al otro lado por los sobrecitos de semilla y tubérculos de las flores, se los encargaba a su comadre Raquel, que vive en Reynosa y casi a diario cruza el puente porque es medio afrentosa y dice que de allá trae todo su mandado, menos las tortillas de maíz, que son mejores acá, y las sodas, que vienen siendo más baratas de este lado, sabe Dios por qué si es que allá las inventaron. 

Cuando la tumba de su difunto Ramiro ya está como nueva, desanda el camino y llega a su casa a comer cualquier cosa. Lava los trastes que usó, al cabo son unos poquitos, y se sienta en la mecedora que tiene en el porche, a sentir su soledad y rumiar sabe Dios cuántas cosas. A veces, de tanto pensar, se llega a arrepentir de haber vendido las tierras de labor, pues al menos tendría pretexto para ir a ver lo que hicieran sus peones y no se aburriría. Pero no, dejó que sus hijos la convencieran de que no iba a poder atender las tierras y las vendió; luego les repartió el dinero y dejó sólo uno centavitos para ella, que los presta a rédito. De eso vive. Los hijos, apenas tuvieron el dinero se fueron al otro lado: Ramiro chico, hasta Chicago, Chabela no tan lejos, se quedó en Edinburg pero no la viene a visitar y jamás le trae a los nietos; Servando puso un changarro en la Isla del Padre, Dante trabaja en Atlanta y Lola sabe Dios dónde ande, a veces hasta piensa que se echó a la vida: desde chamaca le salió muy repelona, de cascos ligeros, inútil e irresponsable. 

Su Ramiro ha de estar que se retuerce en la tumba viendo que su hijos le salieron peor que entenados y que a ella la tienen más abandonada que a unas chanclas viejas. Si al menos de vez en cuando le trajeran a los nietos, para no estar tan sola y tener algo que hacer. Ya ni ganas le dan de cuidar la huertita y el jardín que rodean su casa, prefiere ir al panteón, pero con un día que vaya basta; luego no le queda más que estar vegetando en su casa, o cuando mucho visitar a alguna amiga de las pocas que le quedan, porque la mayoría se las han llevado sus hijos a vivir con ellos en otra parte. Tuvieron esa suerte, en cambio ella... tiene que inventarse otras cosas, porque no es muy de iglesia, prefiere rezar en su casa, tampoco le atraen la tele ni el radio, que tal vez ya hasta se descompusieron de tanto que no los usa. Y lo peor es que se siente tan sana que seguro le falta un buen rato para irse a reunir con Ramiro viejo, con su difunto, pues. 

Si sus hijos y nietos la visitaran tendría el jardín hecho una chulada y la casa bien cuidadita, pero cuando sabe que es nomás para ella, ni ganas le dan de barrer o mopear el piso. Necesita algo, siente doña Ninfa, algo que la aleje de tan nefastas ideas y pensamientos más prietos que Margarito, el bolero del pueblo, que de tanto estar al sol en la plaza de armas se ha ido poniendo medio cambujo. No es fácil llevar la soledad, menos cuando se está sola, piensa, y no dan ganas de hacer nada de nada. Ese sentimiento se le guindó tan fuerte del alma ese viernes, que no la dejaba dormir; tuvo que pararse en la madrugada a hacerse un tecito de anís de estrella con flor de azahar; pero ni así pudo pegar los ojos, estuvo vuelta y vuelta en el colchón, hasta que amaneció. Almorzó cualquier cosa, luego lavó unos cuantos trapos y planchó otros poquitos —qué tanta ropa sucia puede juntarse cuando está una sola—, para dar tiempo a que fuera hora de ir a donde pensaba ir. 

Y dejó pasar más tiempo, porque no acababa de decidirse. Finalmente agarró rumbo al centro, como de costumbre, por la única calle más o menos decente del pueblo y cruzó la placita de armas, pero en línea recta, de manera que saludó de lejos a Margarito. El policía que estaba en la puerta del palacio municipal se le cuadró y ella siguió de frente hasta la oficina de Dámaso Cuellar, el alcalde, al que conocía desde niño, por eso entró sin mayores miramientos y sin saludes ni nada le preguntó qué tenía que hacer para una adopción. Ya me cansé de estar sola, Dámaso. Éste no pudo disimular su sorpresa. No respondió de inmediato, se dio su tiempo para cerciorarse de que era la doña Ninfa que había conocido siempre, o sea la que ya le andaba rascando a los ochenta. Usted ya no está para esos trotes, Ninfita, imagínese lo que sufriría lidiando con güercos llorones, traviesos, o que se enferman y dan una guerra que ni Dios padre aguanta, respondió el alcalde. La soledad es muy fastidiosa, Damasito, ni te imaginas cuánto, y yo más bien digo, cómo te diré. A ver, Ninfita, dígame qué ocurrencia se trae, le preguntó y se sentaron a platicar. 

 

 

La semana siguiente Margarito, el bolero del pueblo, no se cansaba de relatarle a sus clientes lo de las adopciones de doña Ninfa Cisneros, historia que el mismo Dámaso le había contado. A todos les decía que él le dijo que ni lo había pensado dos veces cuando la mujer le explicó que quería adoptar a los dos muertitos que arrojó el río Bravo en una de las labores de Hilario, el del rancho Los Rastrojos, y que nadie reclamaba. Así tendría al menos otras dos tumbas que cuidar con el mismo esmero con que cuidaba la de su difunto marido, que ni modo que a estas alturas fuera a ponerse celoso de esos desconocidos que tenían menos años que sus malagradecidos hijos. Además, le había encomendado a los adoptados que buscaran por allá a su difunto y platicaran con él, para que no se aburriera. 

Ahora Margarito la ve pasar por la plaza de armas tres veces a la semana y le late que doña Ninfa va a acabar adoptando por lo menos otros dos muertitos indocumentados. Así completará su jornada semanal, comenta con cierta socarronería. 

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