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Dos Cuentos

Rafael Ramírez Heredia

Junto a Tampico 

 

Publicado originalmente en De tacones y gabardina (Alfaguara, 1996) 

 

 

Poquito a poco, sabiendo que debería durar dos horas, Gurrola bebió la mezcla de ron con coca y hielo. Se encontraba en una de las mesas del fondo de la cantina y, desde ese sitio, el aire del aparato de clima artificial lo ayudaba a mantenerse un tanto fresco. 

Aunque el interior de El Porvenir estaba libre de los rayos del sol, Gurrola los adivinaba tronando sus lancetazos en el calorón de la calle, así que respiró hondo y regresó a jugar con el residuo de agua que dejaba el vaso contra la mesa. 

Pintaba una mezcla de animales y hombres con los brazos extendidos como si amenazaran a un sujeto invisible. Se imaginaba cómo podría ser un chacal armado de un cuchillo, parecido a los que se usan para descallar los ostiones, o cómo podría ser uno de esos monstruos sin figura definida que Matilde, la nana de la casa de los tíos, relataba en medio de las historias al filo de la caída de la tarde. 

¿Desde cuándo viene oyendo eso? ¿Qué demonios es un chacal y qué un nagual? ¿Quién diablos puede matar así a las muchachas? ¿Por qué los periódicos tratan de vender más explotando el amarillismo como si sus paisanos necesitaran de ayuda extra para ponerse a desperdigar el chismero por todos lados? 

Y si los mentados naguales nada le habían importado, los relatos de Matilde, sin cambiar, se hicieron cándidos conforme pasaban los años, pero no fue igual con el asunto de los chacales, porque esto era tangible, era cierto. 

Ahí estaban las pruebas. Las dos mujeres muertas, tendidas en la plancha del Hospital Canseco. El tajo casi circular en la garganta, la palidez intensa, las manos engarruñadas como tratando de quitarse los golpes, o los apretones, o el peso de la boca sobre la boca mientras, quizá, trataban de huir, de pedir auxilio, de gritar su horror, o de irse lejos de los olores del río y de la brisa que por las tardes amansaba el calorón del puerto. 

Desde el descubrimiento de la primera mujer asesinada, los diarios locales atizaron el escándalo y entonces fue cuando Gurrola inició las investigaciones. Pero ahora, ya con dos cadáveres, el detective se encontraba abandonado en la superficie de la cantina El Porvenir, con el clima artificial luchando contra sus calores pero con el permanente recuerdo de que el suyo, su clima artificial, había sido decomisado por no pagar las mensualidades. 

 —Ni modo que me esté en el horno del depa, capaz que en lugar de trabajar, me desmayo —le había dicho una semana antes al Güero Ángel. 

El dueño de El Porvenir se limpió las manos en el delantal mugroso y sonrió diciendo: 

—Estás inventariado, Gurrolita, ya sabes que ésta es tu casa. 

Después agregó que el negocio estaba orgulloso de tener entre sus clientes al señor Gurrola, el único detective privado de Tampico. 

—Así que puedes usar el negocio como oficina, acuérdate que aquí se está mejor que enfrente —concluyó el Güero Ángel antes de mover el estómago hacia la cocina. 

El detective pensó que enfrente estaba el camposanto y supuso que aunque no estuviera muerto, con el calorón de la calle se estaba mejor en el negocio llamado El Porvenir, situado en la Avenida Hidalgo, cantina donde él se encuentra pintando rayitas de agua en la mesa y haciéndolas aparecer como siluetas portando cuchillos descamadores de pargo. 

Antes de llegar a la puerta que divide el salón grande de los reservados, Ángel preguntó si le servían la otra. Gurrola dijo que no, recordando que se había fijado el límite de una cada dos horas. 

—Porque si no, mi Güero, todos los días voy a andar hasta atrás desde tempranito. Imagínate: de las once que llego hasta las cinco, no sólo me van a embargar el clima, sino que voy a acabar como loco, mi Güero. 

Éste se rió, dejando que Gurrola se metiera un buche más de cuba y quizá también en sus reflexiones. 

 

La raya de agua se seca y revive con la punta del dedo mojado en lo frío del vaso que se mantiene sobre la superficie de la mesa, y ésta tiene un cenicero donde ahora se apachurra un cigarrillo y las manos regresan a la libreta que se encuentra en una de las esquinas de la mesa y las hojas se van para adelante y para atrás y de nuevo la mano, ya sin cigarrillo y sin lo mojado del agua, toma la pluma negra y escribe, subraya, hace ruedas, reafirma, se aprieta contra la misma mano que a su vez se desplaza hacia el vaso para levantarlo llevándolo hacia la boca y después baja para quedarse quieta mientras la otra mano saca un cigarro y se pierde porque lo cubre la mano contraria que tiene un cerillo y después ambas se estacionan en la planicie de la mesa para que una de las manos regrese al papel y dibuje, anote, escriba, tratando de entenderse a sí mismo, buscando la razón de llevar notas que se iban acumulando en esa libreta donde Gurrola desahogaba asuntos desde que vivía con sus familiares en la calle Sauce juntando esto a los chismes de la gente de su barrio habitado por profesionistas o empresarios de alto estanding, como entre ellos se definían, y que pocos escapaban del hechizo que representaba inventar asuntos como el de un cura que se había robado a una muchacha y las señoras, para disimular la falta, juraban y perjuraban que el robo había sido una maniobra de los comunistas o que la hija de los Menchaca jamás se embarazó cinco meses antes de la boda sino que era un fenómeno biológico aún no resuelto sin olvidarse de su tía que entre broma y broma platicaba que en la colonia petrolera se aparecía un nagual que se robaba a los niños y a una que otra ama de casa. 

Después, durante su juventud, escuchó historias de asesinos y violadores, cierto, pero ahora él estaba metido en un caso que se mezclaba con sus propios recuerdos, que lo obligaba a trabajar en El Porvenir bebiendo una cuba cada dos horas, crucificado porque un espadazo legaloide le birló su clima artificial que tanto trabajo le había costado comprar, y que de resolver el caso podría, sin duda, cobrar la recompensa ofrecida por las fuerzas vivas y los sectores activos de la ciudad, y así rescatar el aparato de clima artificial y mostrarle a Estela que no era el vago borrachín y pendenciero, como la madre de la chica catalogaba al detective. 

Las notas señalaban algunos datos que debía tener presentes: 

El asesino centraba sus acciones en mujeres jóvenes. Los crímenes se habían llevado a cabo en colonias y barrios cercanos al río Pánuco. 

Esto si fuera el mismo hombre en los dos casos —se dijo mirando el reloj. Faltaba casi una hora para el siguiente trago, así que sólo se relamió los labios y se levantó para hablar por teléfono. 

 Reyes, el ayudante del Güero Ángel, lo miró y se hizo a un lado para que Gurrola pasara por detrás de la barra: el piso de madera y el olorón a mariscos, las servilletas tiradas, las botellas vacías, los platos sucios. 

Reyes, moreno, gordo, preparaba las bebidas mientras Gurrola tomaba el teléfono marcando con lentitud los números, dejando que el dedo hiciera pautas entre digital y digital, porque no deseaba aceptarlo, pero seguro no iba a encontrar a Estela —dijo el hermano, con esa voz chillona y sin disimular la rabia— y no tenía idea de a qué horas regresaría. La voz del hermano, la mentira que asomaba la nariz en cada letra del pinche hermanito, y que ojalá no lo hartara porque lo iba a agarrar a cabronazos hasta ponerle voz de macho, no como la que usa para decirle que nada sabe, como sí sabe que la desgraciada de la Estela lo trae por la calle de la Amargura, de la amargura de adentro, no de la Amargura, calle donde se ponían las viejas del talón, allá en sus años de juventud cuando no conocía a Estela y menos al carajo ése que anda rajándole el cuello a las mujeres jodidas. 

La calle de la Amargura por dentro: sólo de pensar en el tránsito que tiene ahora, en que los árboles de su barrio se han ido talando, en que ya nadie bucea en la laguna del Chairel porque está llena de mierda, y además no puede ni siquiera ir a su departamento porque el calor lo agobiaría, y con eso no sólo no puede estar ahí, sino tampoco llevar a Estela, ofrecerle algunos tragos mientras fresquita escucha música y él usa todas sus artimañas para hacerle que se quite la ropa, tenerla para él solito sin que la mujer le diga que debe irse temprano, o que el calor la está matando, o que está preocupada porque la mamá se pone como energúmena y el hermanito le echa leña al fuego. 

 —Ya ves —le dijo una tarde—, Héctor es de los que se la pasan espiando para después tener con qué chantajear. 

Ah, y si de casualidad se enterara que su hermanita está tumbada en la cama del depto de la calle 20 de Noviembre, le va a ir con el chisme a la mamá y ésta la corre, seguro que la corre de la casa, y eso importa, sí, importa mucho porque Estela no quiere salir así, sino de blanco, y menos enredarse con un señor viudo que no tiene ni para comprar un buen clima artificial. 

—No es malo ser viudo, mi vida, malo si estuviera divorciado —carraspeó esto último que le parecía una soberana pendejez. 

—Puede ser, pero eso no lo entiende mi mamá —dijo ella antes de escurrirse hacia la calle mirando que no pasaran muchos autos. 

Y ahora que no tiene el clima artificial y el calor de agosto silencia hasta los tordos de la Plaza de Armas, pues no puede recibir a Estela, y ella por ningún motivo se va a ir a meter al Malibú, donde van todos esos señores que traen movida, que ni lo soñara, le dijo antes de irse por la 20 de Noviembre. 

 —Ni creas que soy una de las que usan los moteluchos mugrosos como ese tal Malibú. 

 De ahí nunca la sacó, no hubo manera de arreglar el asunto, y ahora, por estar clavado en lo de la investigación hace más de una semana que no la ve y ella enojada, o aprovechando las circunstancias, se ha negado a hablar con él y le manda al chingao hermanito a que le conteste que no está… 

 —Y no sé a qué hora regresa. 

   

Colgó. Por un momento se estuvo inmóvil cerca de Reyes, que parecía atento a lo que el detective estaba haciendo. Le sonrió un poco y de nuevo usó el teléfono. El ayudante seguía cerca mientras limpiaba una licuadora con un trapo. 

—¿Sabes el número de la inspección de policía? —preguntó Gurrola al gordo. 

—No, pero ahí está anotado —dijo Reyes señalando un tablero con algunos números. 

El detective vio que estaban los de los bomberos, los de la carnicería, los de algunos almacenes, otros más, y entre ellos el del inspector Flores. 

La mujer que contestó le dijo amablemente al señor Gurrola que el inspector estaba muuuy ocupado, pero si se daba una vueltecita, el jefe podría recibirlo sin problemas. Después dijo algunas otras cosas, a lo que Gurrola sólo respondió con gracias, gracias, antes de colgar la bocina y decirle a Reyes que con razón los clientes le decían que era un güevón, si se había tardado un chingo en limpiar una mugre licuadora. 

De una vez, lo que sea que suene —pensó al regresar a su mesa, tomar sus cosas y con seña en el movimiento circular del dedo, decir al Güero Ángel que regresaría pronto. 

—Cuando quieras —respondió el dueño, limpiándose la cara con el mandil. 

  

Cerca de la una de la tarde el calorón reverberaba en la avenida Hidalgo. Pasó cerca del puesto de las carnitas donde a veces almorzaba los domingos, y muy cerca estaba estacionado el Caribe que alguna vez fue guinda. 

Dentro del auto, el calor le empañó los lentes y pese a que abrió todas las ventanas sintió que el aire ardiente lo iba a tumbar de espaldas. No soplaba la más leve brisa y las palmeras del cementerio —donde se estaba peor que enfrente— se encontraban inmóviles, como anestesiadas. 

Tomó la Hidalgo rumbo al centro y al llegar al cine Tampico recordó que ahí, años antes, había conocido a una Estela jovencita y de piernas un tanto velludas, pero el recuerdo se borró de inmediato porque el lento transitar de los autos hacía que el Caribe, de sauna, se convirtiera en el punto más oscuro del infierno, con la máquina del carrito ronroneando como si estuviera intoxicada por el calor. 

Y traga aceite como desesperado —se dijo al entrar de lleno a la calle Altamira, sin dejar de mirar el tablero del auto buscando que las luces no marcaran que el Caribe estaba ya en trance de muerte. 

 Pensó en la recompensa, en el clima artificial, en un auto también con clima y en los pechos de Estela. 

En eso pensaba mientras adelante, en la bajada de la Altamira, el humo de los transportes de pasajeros, de los coches de ruta, de los camiones de carga, de los autos particulares, se metían al calor que de seguro aflojaba hasta el encarpetado de la calle. 

  

El abanico del techo nomás revoloteaba lo pesado del aire. Desde el segundo piso del edificio se miraba la plaza de armas y a los que sentados, como si la vida les fuera extraña, tomaban refrescos en el Victoria. El sol se colaba por entre las ramas de la arboleda de la plaza y a esas horas —pensó— ni las pinches ardillas se atreven a corretear. 

Pues no, si no son tan pendejas —murmuró entre dientes mientras la secretaria le preguntaba algo remarcando que el jefe Flores lo recibiría en unos momentos. 

Se sentó lo más cerca del abanico y cerró los ojos hasta que la mujer de escote amplio le dijo que pasara. El inspector se encontraba de pie señalando lo corto de la entrevista. El Delicados le colgaba de los labios dentro de esa cara atejonada, como de policía de película gringa. 

Gurrola ya sabía que Flores no era de muchas palabras, pero el inspector, quizá rompiendo por primera vez su costumbre, habló ofreciendo datos como si supiera el motivo de la visita del hombre sudado y con cara de cansancio. 

 —Sí, la verdad es que me interesa mucho la recompensa, inspector (recordó la cara de Estela y el aparato del clima), para qué voy a negarlo, pero bueno, si dan una recompensa tiene que ser por algo (y tuvo enfrente la nariz un tanto chueca de la mujer, los senos grandes, pesados), pero usted me conoce, don Teófilo, no juego sucio ni me enredo en trampitas. 

 —Más le vale, mi amigo —contestó el hombre con el Delicados suspendido como si el olor y el calor no le afectaran. 

Después siguió ofreciendo los datos: 

—… 

 —Las últimas fueron victimadas los días quince de cada mes. 

—… 

 —Puede ser un maniaco, no se descarta esa posibilidad. 

—… 

—O un simple pelao que trae la ventolera de andar retando a la policía, mi amigo. 

—… 

—De menos de 20 años y de clase baja, no de mal ver, pero nada del otro mundo, eso sí, velluditas las pobres, muy velluditas. 

El inspector prendió un nuevo pitillo con la brasa del que estaba a punto de tirar. 

—… 

—El tipo, si es uno, no debe ser viejo. 

 —… 

 —Ah, porque las jóvenes deben haber opuesto resistencia, además las marcas de las manos del tipo son intensas. 

 —… 

—Sobre todo las que corresponden al lado derecho de las víctimas. 

—… 

—El corte en la garganta es de izquierda a derecha. 

 —… 

 —Yo no estoy diciendo que sea zurdo, mi amigo, digo lo que detectamos. 

—… 

—En los tres últimos casos encontramos restos de cigarrillos marca Del Prado. 

  

Cerca de las tres de la tarde El Porvenir trinaba de gente, pese a ello el Güero Ángel tenía reservada la mesa de Gurrola, de tal manera que éste, antes de llegar a su sitio, saludó a algunos amigos sin aceptar su invitación, y ya sentado, con la cuba hasta el borde de hielos, recorrió de nuevo las notas. 

La mano dibujó tres rayas, que de inmediato transformó en cruces, dos más recargadas que la última, sin embargo, con lentitud dibujó otras dos cruces de suave trazo y después puso el número cinco entre interrogaciones. El bolígrafo de tinta oscura trazó un número, el quince, y en seguida escribió: de cada mes. La línea de tinta, casi sin separarse del papel, dibujó un cuchillo largo, un rostro mitad mujer y mitad hombre, y después un río con varias barcas pesqueras. La mano se extendió hasta el vaso conteniendo una bebida oscura y se detuvo un buen rato cerca de la boca para regresar casi vacío y entonces prender un cigarrillo. Hecho esto prosiguió con anotaciones y dibujos en el cuaderno. Nombres como la colonia Morelos, la Pescadores y el Cascajal. 

Terminó de golpe la cuba y se levantó para hablar por teléfono. Reyes lo miraba desde lejos. 

—No —escuchó la abominable voz del hermanito— Estela todavía no llega. 

  

—Ay, Estelita —se dijo, mientras recorría de nuevo las calles de las colonias. 

Durante días había hecho la misma operación: ir de un lado a otro por las tres colonias donde «el Chacal» —como ya lo denominaban los periódicos— llevaba a cabo sus asesinatos. Los sitios fueron peinados —expresión que le copió al inspector Teófilo Flores— sin dejar de lado ni acera ni estanquillo, metiéndose en algunas vecindades y cuarterías, esperando que de improviso algo inesperado surgiera, pues por medio de sus datos y pistas a nada había llegado. 

—Ay, Estela —se repitió mientras se enjugaba el sudor, porque el calorón dentro del Caribe era insoportable y los hoyos en las calles cercanas al mercado bamboleaban la aburrición y el sofoco del detective. 

Nunca nadie ha podido arreglar este horrendo mercado, se dijo limpiándose la transpiración y aspirando el olor a fruta podrida y agua estancada —bomba, como le decían en el puerto— que venía de las aceras. 

Al llegar al barrio escogido iba de calle en calle sin bajarse del auto, después estacionaba el Caribe donde podía, para echarse a caminar buscando las aceras sombreadas, entrando a cantinuchas y loncherías disfrazadas. Visitó expendios de granos, marisquerías, viejos edificios de departamentos, calles sin árboles, viendo el ir y venir de los compradores y vendedores, de los cargadores sin camisa, de los marineros borrachones, de las mujeres que con la falda corta y meneando las caderas amplias, servían cervezas en los merenderos. 

Por un momento deseó tomarse una cerveza muy fría en la cantina que está en los bajos de la Sevillana, pero el sonido de los violines huapangueros, el canto lamentoso o picaresco le indicó que si se metía a tomar una —y las canciones continuaban en su murmullo— no habría dios ni chacal que lo sacara de ese sitio, así que mejor vio desde afuera el local para seguir su camino entre esas calles llenas de olores y ruidos sin descanso. 

Gurrola revisaba todo, pero sobre el ruidero y el vaivén de personas, sobre las prisas y el trajín cotidiano, él buscaba un rostro, buscaba unos ojos donde se reflejara lo turbio de la muerte, el relámpago del homicidio metido en las pupilas. 

  

De las once a la una aguardaba en El Porvenir, charlando a medias con el Güero Ángel y contestando con monosílabos las preguntas de Reyes. Después de almorzar jaiba «a la Frank» y camarones en ensalada, se trepaba al Caribe y se iba a recorrer los barrios de junto al Pánuco, sorbiendo su propia intranquilidad y su sudor apenas oloroso, a una cubita, una pinche cubita, porque si tomaba más se iba a quedar en la mesa de la cantina o haciendo llamadas cada media hora a ver si ya había regresado Estela, Estelita, la de las piernas largas, la de los senos pesados, ella, la que no contestaba y mandaba al hermanito a que le dijera mentiras con esa voz de pito de calabaza, esa voz que odia e intuye aun antes que descuelgue la bocina. 

  

Si bien lo vibrante del puerto se reflejaba a diario en el área del mercado, más allá, en las calles que se asomaban a los barrios cercanos al río o a la laguna, la gente se notaba recelosa. No era el mismo jolgorio provocado por el run run de una zona comercial, eran los sitios donde los porteños mostraban esa ira escondida, ese odio hacia quien había roto la calma hoyancosa de sus calles, era el recelo hacia todos y quizá también hacia un hombre sudado y nervioso que a diario pasaba con un auto viejo vigilando como si anduviera viendo de dónde sacar provecho, bueno, por lo menos él así lo pensaba por las noches en que tendido cerca de la ventana, cubierto con una sábana empapada en agua y tumbado en el mosaico del piso, trataba de dormir con el fresco del trapo húmedo y lo duro del suelo, pero era la única manera, la única que había encontrado para pelearle a las turbonadas de calor sin que el clima artificial lo apapachara, y mientras fumaba tirando las colillas hacia la calle 20 de Noviembre, recordó que la tarde anterior, al visitar de nuevo a Teófilo Flores, vio desde la antesala del inspector, en el segundo piso, cómo la manifestación entraba a la Plaza de Armas entercándose en gritos, demandas y pancartas, silbidos y chillidos en contra de las autoridades municipales que nada hacían por detener al asesino. 

Flores, con el Delicados echando humo igual que si fuera el práctico que mete los cargueros al Pánuco, dijo que el asunto estaba cada día más espinoso, y urgió a Gurrola para que le echara el guante al desgraciado ése. 

Las calles que desembocaban en la plaza y el mismo jardín se llenaron de manifestantes quienes, apoyados por autos de alquiler que no dejaban de tocar sus bocinas, improvisaron un templete y desde ahí, con un magnavoz que llevaba una inmensa jaiba azul en un costado, se dieron a lanzar amenazas reclamando la pronta solución al problema. 

Antes de salir para confundirse con la gente, Gurrola escuchó que algunas autoridades mencionaban que todo eso no era más que una provocación por parte de los enemigos del sistema, y en voz baja soltaban leperadas, pero cuando el detective rebasó el borde del jardín, las mujeres sudadas, de faldas amplias, de escotes que permitían ver las tiras del brasier, con el bulto de los pechos oprimidos por el peso de los niños llevados en los brazos, lanzaban gritos más allá de la potencia de sus voces, incansables, tercas, machaconas, más profundas que el estribillo una y otra vez repetido. 

El nudo de transportes desquició el tránsito y por todo el puerto repercutió el peso de la manifestación, de tal manera que al regresar a pie a su departamento, Gurrola supo que el Chacal de ojos de hielo estaba causando problemas más allá del ámbito policiaco y supuso que eso haría subir muy pronto el monto de la recompensa. Quizá se elevara a tal cantidad que le permitiera no sólo rescatar el clima artificial, sino también cambiarse de departamento, comprarse otro auto, y con ello callar la maldita voz del hermanito que le contestó cuando el detective habló desde el teléfono de la esquina, antes de subir y enfrentarse al calor que de seguro lo esperaba en la profundidad de su casa. 

  

Él notó más organizada la cuarta manifestación, el sonido de las matracas y silbatos acunaban las palabras de los oradores, y la gritería quizá fuera más allá de las campanas de la catedral. Como en otras ocasiones, Gurrola se entremezcló con la gente buscando una figura, unos ojos que le dijeran más que la rabia expresada por ese gentío compuesto en su mayoría por mujeres. 

Conforme los días avanzaron en el inicio del mes, las demostraciones tomaron características de mayor dureza, de tal manera que ésta, que sucedía cinco días antes del quince, se notaba tensa y los insultos a las autoridades, antes soterrados, se dejaban oír ya sin recato alguno. 

Gurrola supo que si el plan del Chacal subsistía, con la siguiente muerte miles de tampiqueños, encabezados por los habitantes de las colonias de junto al río, tomarían no sólo las calles, sino los edificios públicos exigiendo, además de la detención del asesino, el cese de las autoridades. 

Gurrola supo, también, que le quedaba muy poco para detener al asesino, pues si las autoridades caían, de seguro que la nueva administración cambiaría de planes y la recompensa se esfumaría y con ello la posibilidad del clima, del auto nuevo y de lo mejor, de que Estela contestara por fin el teléfono y la pudiera citar en un lugar fresco para admirar cómo se quitaba la blusa dejándole ver los senos redondos, gozando ella al saber del goce que él sentía de verla desnuda ante la esplendidez de su cuerpo. 

Gurrola supo que le quedaba poco para agarrar al jíjuela ése y se estuvo mucho tiempo sentado frente a su mesa de El Porvenir, haciendo anotaciones en la libreta, pintando figuritas con el agua que escurría del vaso y recibiendo del sonriente Reyes, cada dos horas, una cuba cargada y con mucho hielo, como el detective las acostumbraba tomar en la casa de su cuate Paco Borrego. 

Y así como las cubas llegaban cada dos horas, así él cada media se levantaba para hablar por teléfono. Algunas veces dejaba el recado. Otras, al oír la voz chillona del fratelo, colgaba mentándole la madre en silencio, para regresar a su mesa a seguir pensando, mientras en la cantina se escuchaban los comentarios sobre si el próximo quince el Chacal mataría otra vez, ocasionando con ello que algunos parroquianos, en medio de carcajadas, cruzaran apuestas, o bien, asegurando que los de la presidencia municipal no aguantarían ni siquiera hasta fin de mes. 

Él los escuchaba sin que las voces interrumpieran sus visiones, los ojos fríos de alguien que no tiene rostro, las manos de ese mismo hombre sosteniendo un largo cuchillo, como los que se usan para cortar las postas de los pescados, unas manos diferentes a las suyas que se mueven en el territorio liso de la mesa, que hurgan el borde de las uñas, que suben y bajan cargando los cigarrillos, que se ven atrabancadas tratando de hacer algunas anotaciones, y que se quedan quietas mientras la figura de Estela cruza como paloma los espacios humosos de la cantina. 

  

A la mañana siguiente, cuatro antes del día quince, no quiso meterse al ruidero de El Porvenir y, pese a lo molesto del calor, se quedó en la soledad de su departamento. Cierto que el bochorno apretaría como perro rabioso desde cerca de las diez en adelante y que tendría que bajar a llamar por teléfono a la esquina, pero algo le dijo que en esta ocasión no debería estar solo haciendo dibujitos en la mesa de la cantina, sino decidir lo que entre brumas, entre cigarrillo y cigarrillo, con el cuerpo de Estela doliéndole los testículos, había decidido, o más bien, medio decidido, la noche anterior. 

A eso de las ocho de la mañana, antes de que el sol arremetiera con furia, sin pensarlo más se decidió. Como todos los otros días tomó rumbo al mercado, pero en esta ocasión no anduvo vagabundeando sino que llevaba el pensamiento bien claro en lo que iba a necesitar. Durante varias horas, caminando siempre en las aceras sombreadas y entrando a descansar de vez en cuando en algunos establecimientos que tenían clima artificial, con la vista clavada entre el mujerío para ver si de casualidad descubría la figura alta, muy alta, de Estela, fue haciendo las compras para que a eso de las tres de la tarde, sudando como poseso, entrara al departamento de la calle 20 de Noviembre y quitándose toda la ropa se metiera con la sábana enredada al cuerpo bajo la ducha fría que calmó la taquicardia que lo ahogaba. 

Sobre la cama, la misma donde Estela había dejado caer el cuerpo, la misma donde él la soñaba, la misma donde ella mostraba indolente el vello del pubis, oscuro y bien recortado, sobre esa misma cama fue colocando uno a uno los objetos: una barba gris, un overol raído, un sombrero de petate, un cordel afelpado, unas muletas de inválido, un cuchillo largo y unos huaraches de campesino huasteco. 

Después, en contra de su costumbre, durmió una siesta; al levantarse del suelo la sábana estaba pegajosa por el sudor y entonces Gurrola, así como si fuera un romano en plena fiesta se fue hacia la ventana tratando de aspirar el aire casi nulo que venía del río. De allá, de esos rumbos donde quizá el Chacal también estaría recibiendo la apenas brisa y con las ganas de volver a usar el cuchillo. 

¿Y si no viviera junto al río? 

¿Si sólo fuera allá a matar? 

Pudiera ser, pero el Chacal, como Gurrola, estaría allá desde la mañana por razones diversas: el detective para lograr su objetivo y el otro para lograr el suyo. 

  

Se quedó frente a la ventana y poco a poco el calor disminuyó algo, los autos dejaron la calle 20 de Noviembre vacía, tan vacía como estaba la funeraria cercana a su departamento. Tampico se notaba tranquilo y Gurrola tuvo ganas de que todo fuera una pesadilla, de que el Chacal no existiera pero tampoco Estela, que le cargaba las ganas sin tener como echarlas fuera, que regresaran los días en que se iba a pescar al Chairel, o cuando se iban a cazar patos más allá de la laguna de Tancol. 

Esa noche durmió mal y muy poco. No sólo fue el cuerpo de Estela el que le piqueteó los riñones, sino el plan, y lo incómodo del piso, así que antes de que el sol levantara sus poderes, inició su transformación hasta convertirse, por medio de sus arreos, en un vejete cojo, de barba sucia. 

Le costó trabajo bajar las escaleras y caminar hasta tomar un colectivo, pero más trabajo le costaría ir escondido tras un disfraz —que antes de salir calificó de casi perfecto— por las calles de los barrios de junto al río y así encontrar al asesino. 

Aunque antes de salir de su departamento estuvo practicando alrededor de la sala, cuando inició su recorrido se dio cuenta que era un tormento avanzar paso a paso, pero Gurrola supo que no tenía otro remedio y penosamente pasó por el mercado rumbo a la colonia Pescadores. 

La colonia quedaba muchas cuadras más allá del cuerpo del mercado, así es que el hombre supo que la caminata iba a ser diabólica, y al pensar en esa palabra que por momentos se le hizo pesada, en medio de la gente que presurosa andaba entre compras y ventas, entre gritos y ofrecimientos mercantiles, vio unos ojos grises. Unos ojos de tal fuerza que no permitían explorar el rostro sino sólo el par de luces lanzadas desde la cavidad acuosa. Unos ojos que sobresalían de las demás personas. Unos ojos que aturdieron más su paso y que, al tratar de mirar de nuevo hacia el sitio donde había salido el fulgor, ya no pudo captar porque la gente se atropellaba y los camiones del abasto se mecían descargando mercancía. 

La pierna doblada contra el muslo, atada por el cordón afelpado, le molestó hasta la angustia después del mediodía, sin embargo, el recuerdo de los ojos lo animaban a ir y venir por la nave del mercado, por los pasillos, por las aceras, acumulando el calor que no cesaba pese a los vasos de refresco de jovito que bebió en los puestos callejeros. 

Al anochecer, sufriendo calambres en el cuerpo y un dolor de cabeza por nada aplacado, regresó a la calle 20 de Noviembre y, sin pensar, se tiró en la cama dejando que el calor se enseñoreara de la habitación. 

Durmió sobresaltado y en la mañana, mientras trasformaba su aspecto por medio del disfraz, se iba preguntando si ése sería el camino correcto en la investigación, pero supo que pese a sus estudios y recopilación de datos, no tenía otra alternativa más que seguir escondido tras las barbas y recorrer uno a uno los caminos que de seguro el asesino, con los ojos que se le antojaban de animal entre acorralado y al ataque, también tendría que recorrer hasta llegar al día quince del mes. 

  

Por momentos, en diferentes sitios y horas, durante los días de vigilancia, sintió que los ojos de la primera mañana se clavaban en él, supo que su hombre estaba al acecho, pero nunca pudo enfrentarlo cara a cara porque los ojos se escurrían entre la gente, así que el quince, al salir de su casa, pensó en Estela, en que si atrapaba al Chacal, esa misma noche se iría a su casa y dándole un coco al hermanito, le preguntaría a la muchacha si deseaba casarse, eso haría esa misma noche, y por la mañana, sin mirar para otra parte, compraría un clima artificial, porque en la tarde se iba a meter a El Porvenir a tomarse una, no cada dos horas, sino cada dos minutos, sin sentarse, charlando de mesa en mesa para olvidar los dibujos y las llamadas telefónicas. 

En eso pensaba cuando la gritería le hizo levantar la cabeza para ver a un enorme grupo de mujeres que marchaba portando pancartas e insultando al gobierno. Los gritos levantaban otros gritos y a cada paso se unían más personas. Al ver a la multitud se hizo a un lado recargándose en las muletas, junto a la pared, fingiendo un cansancio que no había necesidad de fingir. 

De pronto sintió los ojos, los buscó y allí, en medio de la gente miró al hombre delgado, risueño, con la mirada tensa, casi luminosa. 

Él despegó el cuerpo de la pared y trató de romper la barrera de cuerpos que avanzaba cuando de improviso se escuchó el grito: 

 —¡Ahí está el Chacal! ¡Agárrenlo! 

Gurrola trató de encontrar a quien era el señalado por el grito sin perder la figura de los ojos grises, pero vio que la gente, las mujeres chillantes, se detenían mirándolo entre extrañadas y rabiosas. 

Alguien, dueño de unas manos nudosas, le quitó la barba gris dejando al descubierto un rostro sorprendido, avergonzado como si lo hubieran desnudado un domingo en la Plaza de Armas bajo el rebrincar de las ardillas y junto a los paseantes que caminaban chupando paletas de hielo. 

De nuevo escuchó: 

—¡Ése es, agárrenlo! 

Gurrola trató de hablar, de explicar, de mostrar alguna credencial, y al hacerlo, dejó al descubierto el cuchillo que portaba entre el cinturón y la carne, entonces los aullidos detuvieron su movimiento. 

—Cuidado, va a sacar el cuchillo —escuchó que decía una voz rasposa, profunda. 

Gurrola levantó los brazos para mostrar que no iba a realizar ningún acto agresivo y en eso sintió el primer golpe en la cara. Trató de huir, pero las muletas y la pierna amarrada se lo impidieron. 

Caminando hacia atrás, hacia un lado, rebrincando en un solo pie, trató de desatarse los nudos que aprisionaban la pierna y, cuando se sintió libre de la atadura, corrió esquivando cuerpos, insultos, ladridos de perro, golpes y pedradas. 

La manifestación cambió el sentido de su viaje y fue tras él con el aullido como intérprete. Gurrola sabía que de su velocidad dependía todo. Imposible detenerse a explicar ese nudo de circunstancias, así que se fue por las calles buscando una salida, pero se dio cuenta que la turba lo acorralaba contra el río Pánuco, que sucio, lento, ancho, estaba frente a él, y atrás, muy cerca, la gente que blandía palos y piedras y odiaba al Chacal y él, el detective, estaba solo, sin patrullas o guardias cerca, y Estela estaba tan lejos, carajo, tan lejos. 

Entonces alguien lo tomó por el cuello y antes de caer al río supo que el cuchillo de pescador había hecho un corte limpio, hondo, de izquierda a derecha, por donde se le iba todo y sintió la frescura del agua como si fuera un pez que regresaba a su especie. 

Sábado de gloria 

 

Publicado originalmente en El rayo Macoy (Joaquín Mortiz, 1984) 

 

Ni siquiera tenía ganas de abrir los ojos, como si con el apretar de párpados el tiempo se fuera más rápido ese viernes en que después de las tres —al terminarse los rezos— la plaza de armas iba a desparramar gente por los puestos: el de la lotería, la casa de la risa, el serpentario, el tiro al blanco, y al cese del ruido de las campanas de inmediato a seguirle, que nuestro señor no apapacha a holgazanes. 

Palmira Oñate, mejor conocida como Usnavy, sabía esto con la misma repetición de los discos en el sonido local: la tienda de Américo Hevia, que en los ratos de calma controlaba la música porque es atolondrante oír canciones diferentes en cada carpa como si con eso se jalara a los clientes. 

—No, mis amigos, a los clientes se les atrae con números de calidad, con actos que le den brillo a la compañía. 

Y Palmira nunca supo si Hevia se dirigía en especial a alguien o era ella quien debía tomar la responsabilidad de obligar al enano Roldán a que remendara el terciopelo, limpiara el escenario, barriera el local y ajustara los escalones de la entrada para que la gente no se cayera al entrar al espectáculo. 

Así que de nada sirve cerrar los ojos y pensar en las playas de verdad, en que ojalá ese viernes santo finalizara rápido aun sabiendo que el sábado iba a ser más cohetoso, más violento no por el tumulto de visitantes sino por la cantidad de latas de Mobil que venden en la esquina, y a cada lata le caben cinco litros y de éstos casi medio es de aguardiente de caña y por más que los vendedores lo disfracen pega, claro que pega, son tragos que cambian la vida, así se explica la razón de su padre para vender la feria después de haberse metido tres latas de ésas, llenas de agua de coco, limón exprimido, hielos flotando y la caña ahí revuelta, escondida en el bebistrajo que don Absalón Oñate Barba se dejó ir para dentro acompañado de unas mojarras de Catemaco. Cierto, aquella venta su padre la llevó a cabo muchos años antes, pero en el sitio en que hoy se encuentra, un mismo viernes santo como hoy, años antes, también, de que ella, Palmira Oñate, hija menor de don Absalón, adoptara el apelativo de la Gran Usnavy, la única mujer que se convirtió en pulpo por desobedecer a sus padres, ella, la que se alimenta de jaibas y pescaditos, ella, la que escucha las voces estirar y aflojar el precio por la venta de la feria, las palabras melosas de Escolástica y su marido, Américo Hevia, que en aquel tiempo nadie sospechaba que más tarde se le llamaría Cuaco Prieto. 

Palmira no dejó de trabajar ni siquiera el día de la venta, aun sabiendo que de hija de dueño se convertía en una más dentro de la trupé donde cada quien tiene su responsabilidad, y don Américo —como dijo que a partir de ese momento se le llamara— no iba a permitir ningún privilegio a la hija del ex dueño, que se quedaba por decisión propia a seguir los dictados del arte, sin que este asunto personal detuviera la marcha de la empresa. 

—La gente no tiene nada que ver con lo que pasa entre bambalinas —dijo Escolástica Cienfuegos de Hevia antes de leer los documentos que cerraban el trato para después de la firma beber sidra de Huejotzingo, Puebla, que Palmira apenas probó aduciendo tener que regresar al trabajo, pues sabía que pese a las lisonjas de la mujer del Cuaco, al día siguiente, con su padre ya lejos, le iban a cargar la mano y las miradas de Américo iban a cobrar su derecho de dueño. 

Don Absalón aplaudió el gesto de su hija, las bebidas a esa hora pesan para el trabajo —dijo sin mirar a Palmira. Acabaron con la sidra y siguieron las latas de cinco litros que entraban bien por el calorón de la calle y lo fresco del agua de coco. 

—Nomás no tomen mucho de eso —eructó el enano Roldán—, estriñe y pasas la de Caín para ir al güater, y se fue tras Palmira a colocarle los tentáculos, disimular las roturas con la aguja y el cosiendo y recosiendo lo cosido ayer sin dejar de tocar la orilla de los pechos de la chica y ella susurrar un maldito enano y Roldán parloteando como si no oyera, quizá acostumbrado a que le restregaran su defecto y sin dejar de decir que su nombre era Sebastián Bertoluchi, para lo que gustaran mandar. 

Este viernes se imagina las arenas y las olas de la playa larga, la única visitada cuando las carpas traquetearon al internarse hacia Paraíso, Tabasco, porque Roldán el Temerario —como se decía el enano al calor de los tragos— insistió en que por Paraíso la gente no estaba maleada, se pueden pasar los straiks que se quiera. Fue cuando Palmira conoció el mar aunque las olas siempre estaban presentes. Una mujer pulpo es del mar y Usnavy al verlo sin meterse sintió la frescura que hoy la abandona en el calorón de San Andrés Tuxtla, Veracruz, sin siquiera poder ir a los restaurantes de Catemaco, donde dicen que venden carne de chango —aunque fuera vigilia— y que la brisa de la laguna refresca. Ella no podía salir a visitar esos sitios, no era conveniente que algún tipo del pueblo viera que la seño pulpo era una mentira, mientras Escolástica señalaba que los cuidados eran porque en pueblo chico el chismero no paraba hasta que a todos los aventaran pa fuera. 

No iba a quedar ninguno, ni si siquiera el jefe Cuaco Prieto, que con aires de conocedor pregonaba las desgracias de la bella Usnavy, los males que puede acarrear la desobediencia a las órdenes de los padres que son sagrados, sino hasta las del Bilis, que puede tener muchos defectos pero cuida su negocio, tiene limpia el agua de la pileta donde los clientes enganchan a los pececitos de madera, mantiene pulidos los huecos para que las canicas sumen números y con ello ganar un precioso muñeco de tela, o un luchador enmascarado, pero además el Bilis aceita los rifles de municiones para el tiro al blanco en el mismo puesto de Atenógenes Cravioto, originario de Pachuca, Hidalgo, tierra de María Santísima, futuro puerto de mar —voceaba el Bilis porque por Atenógenes nadie lo conocía, voceaba entre risas, en esas noches cuando las carpas cerraban y los miembros de la Nueva Trupé América se refugiaban en lo del Cuaco Prieto y el Bilis sacaba el tequila rondándolo de pico a pico y Roldán el Temerario se iba por las tortas o los tacos sudados. 

Don Absalón no insistió, ella podía quedarse, no estaba en sus planes cortar la carrera artística de su hija, que dios le diera mil bendiciones, y se fue rumbo a la estación. Así que Palmira —sin saber que adoptaría el nombre de Usnavy— se quedó escuchando las reflexiones de Escolástica sobre la mala fama de las mujeres y que los verdaderos artistas no coquetean ni con el público ni con los miembros de su familia, porque a partir de ese momento Palmira era de la familia del Espectáculos Nueva América —terminó la mujerona señalando que era hora de regresar al siguiente show, musicalizado con Marea Baja, y Palmira se colocó los tentáculos diciendo a Roldán que esa noche, enano, nada de tragos, al acabar esta función tienes que remendar el terciopelo porque la borra se desperdiga y no se puede mover bien como el Cuaco Prieto pedía. 

—Don Américo para ti —señaló silbando las palabras el nuevo dueño. 

Palmira Oñate pensó en su padre, con los calzones rotos, lo sucio de las uñas, el aliento apestoso brincando la barrera divisoria de la tela azul entre el espacio donde ella dormía. La mujer pulpo pensó también en el Cuaco Prieto, en sus modales de dueño cuando años antes había llegado pidiendo a don Américo que por favor les diera trabajo, a él y a su mujer, Escolástica, mírela don, es una chiquita muy bella y no tiene quien la cuide, ¿usted podrá ser ese ángel que estamos necesitando? La futura Usnavy pensó que eso de don Américo no le quedaba al hombre calvo, moreno con el paliacate al cuello quizá para disimular la pringada de verrugas prietas, de ahí su nombre, le dijo una vez al Bilis, y el dueño de la carpa del tiro al blanco, canicas y pescaditos, rezongó que era hora de dormir, que ya adentro platicarían de otras cosas, y Palmira, aún con los ojos llenos de rímel, de pintura que usa para semejar ojeras de dolor, pensó que lo único que había cambiado era el roncar y el olor de su padre por el trajinar, y el olor también a caño que echaba para fuera Cravioto de quien hasta después de haber empezado a trabajar en Maravatío, Michoacán, cuando apenas la muerte de su padre, supo que le decían el Bilis por lo bilioso y no porque Atenógenes así lo derivara. 

Fue Tilita quien le avisó de la enfermedad de don Absalón. Su hermana firmaba las lejanas cartas con un Tilita rebuscado, y Palmira sabía que era porque a la hermana le causaba repulsión su verdadero nombre. De niña —mientras bamboleaban por los senderos, o durante las horas del aprendizaje del oficio— Tilita dijo que si alguien le decía por su nombre, le clausuraba el habla. Entonces Palmira supo que su hermana buscaba el menor pretexto para largarse, era rezongar todo el tiempo, chilletear en las noches, y al llegar a Iguala, Guerrero, cuando los hombres se bajaban del caballo amarrándolo a las estacas de la misma feria, Tilita y Palmira vieron a un tipo alto y levantisco que dijo su nombre con voz enronquecida, se anduvo paseando sobre la yegua haciendo que don Absalón torciera el gesto y soltara leperadas. 

Palmira vio cómo su hermana se lamía los labios y dos días después al nadie encontrarla, la muchacha y su padre recorrieron Iguala desde el inicio de la carretera a Acapulco hasta las lomas del norte y por más que revisaron desde el Palacio Municipal hasta las vecindades de las afueras, ella sabía que Tilita no iba a regresar afirmándose esto con la carta dirigida a Espectáculos Nueva América, domicilio conocido, Tuxtepec, Oaxaca, y después los ruegos del perdón y la firma rebuscada, Tilita O. de Amorós, y todos, porque así lo hizo ver don Absalón, dieron por hecho que la hermana se había casado con, claro, un señor de apellido Amorós. 

Desde entonces Palmira empezó a rimar su apellido con otros para ver con cuál resultaba más sonoro, como sonoro se le hizo, tiempo después, el nombre de Usnavy al oírlo en un restaurante de La Barca, Jalisco. Ella se cubría la cara con una mascada, lentes negros, se sentía nerviosa por los tragos nocturnos y probó algo de lo que el Bilis ofrecía eufórico, hablando a gritos, conversando con los otros clientes, los de la mesa de al lado, dos mujeres y un hombre que de inmediato siguieron el ritmo del Bilis. Una de las mujeres, alta y de pechos enormes, dijo ser cubana y mencionó que su nombre era Usnavy. Roldán el Temerario, también lleno de tequilas, dijo que él se llamaba Sebastián Bertoluchi, pero que el de Usnavy no lo había escuchado nunca. Entonces la cubana, sin dejar de reír y beber, recalcó que era guantanamera explicando que en su tierra era común ese apelativo referido a la base que allá tienen los gringos. Nadie de los Espectáculos Nueva América quiso averiguar la razón del enlace entre el nombre de la mujer con una base militar, pero cuando Palmira se hizo cargo del número de la mujer pulpo, le dijo a su padre que a ella le gustaría que anunciaran con el nombre de Usnavy y don Atenógenes aceptó diciendo que era un nombre apropiado para toda una joven que se mete al negocio del choubisnes y le mandó hacer, con un dibujante de Ciudad Valles, San Luis Potosí, un letrero con el nombre de Usnavy, rodeado de peces, corales y tiburones acechantes. 

Fue Tilita quien le avisó de la muerte de don Absalón. Usnavy ese día canceló la función para encerrarse en su cuarto sin dejar que nadie la interrumpiera. Estuvo cambiando el maquillaje hasta encontrar el tono oscuro que pone bajo sus ojos y que le da una mirada de moribundo. Una mujer que arrastra las penas dejadas por sus padres y debe continuar con el castigo hasta que los seres del mar la lleven a castillos arenosos iguales a los que construyó en Paraíso, Tabasco, después de comer pescados envueltos en yerba santa, lo que siempre recuerda cuando anuncian el primer espectáculo del día, quizá asociado al calor que durante las funciones empezó a sentir entre las piernas. 

Era igual que si un demonio le estuviera soplando el sexo. Trepaba por las nalgas hasta quedarse quieto un rato. No siempre lo sentía, a veces tardaba en regresar, pero de pronto, sin aviso, estaba ahí, igual que si las ganas de sentir algo dentro de ella se hicieran sólo de suspiros y más cerraba los ojos sin fijarse en el efecto causado entre el público. Era su propio gusto y de esos aires de debajo de la carpa entraban los regustos mejores que si tuviera al Bilis trepado por horas. Trató de buscar alguna causa, una relación entre el aire caliente metido en su cuerpo y las acciones del día, pero no encontró la solución, hasta que una vez, por creer que se trataba de su propia ropa, usó pantaletas más pequeñas —las que compró a escondidas en León, Guanajuato—. Entonces, con la tela cubriendo apenas su sexo, el aire penetró más hondo, con mayor calor, más extenso, y eso la hizo —sin saber por qué— despojarse de la prenda y durante las funciones de la tarde trabajar sin nada abajo, con un furioso aire de continuo una y otra vez hasta que las luces de la feria cerraban sus desfogues. 

Así se inició un recurso que la calmaba y la hacía sentir llena de calores. Ella se quitaba la ropa y el aire sabio recorría despacio trecho a trecho su pubis, la raya de las nalgas, el ombligo, los muslos, la oscuridad peluda del ano. Varias veces tuvo que apretar las piernas y rechazar con brincos la sensación porque estaba agotada, ahíta de volcarse y volcarse ella misma, vacía para representar su papel, porque además el aire incorpóreo la obligaba a pensar en penes y testículos enormes. Con la cerrazón del cuerpo, el aire de abajo cesaba, así que ella pronto aprendió los códigos del calor porque cuando en las mañanas se desperezaba floja y sin ganas, o le bajaba la regla, o cuando estaba harta, se calzaba los pantalones y nada, ni un aire venía a molestar su recato. 

Fue también que en concordancia al aire del subsuelo —años después de que don Absalón vendiera el negocio— Usnavy se dio cuenta de que la mayoría del público se le quedaba mirando con ojos de creer la verdad de la mujer pulpo, y si bien con disimulo buscaban la trampa escondida en los espejos, era más la aceptación que la duda, y que en los hombres emergía un calor más allá de sus mismos cuerpos soliviantado por los ángeles subterráneos que los dejaban igual que si regresaran de una zambullida profunda, como si estuvieran gozando de un hartazgo de jaibas y pescaditos que Cuaco Prieto anunciaba como la alimentación diaria de esa mujer de enfrente, esa que ve cómo algunos de los hombres, sobre todo los serranos —los que les quedaba lejos el mar— se restregaban la parte delantera del pantalón y más de una vez vio que alguno metía la mano a la bolsa para acariciarse mientras ella azuzaba la masturbación con desmayados movimientos de ojos. 

Para entonces el Bilis como gato rondaba la carpa en busca de la presa marina y ella, antes que Escolástica le cantara las bondades de Atenógenes, también sintió la mirada del encargado del puesto de canicas y lo conminó a visitarla en su función del inicio de la noche. Al verlo entrar aplicó los lentos parpadeos, paró las nalgas para que el aire de abajo entrara sin ninguna traba, movió los ojos y sintió haciendo sentir. El murmullo en los espectadores se hizo cálido. Un hombre del fondo masajeaba sin recato su miembro, otro se mordía los labios, dos del lado izquierdo estaban inmóviles, una mujer de rebozo apretaba los brazos contra sus pechos, los de las filas delanteras se recargaban sobre la división de madera poniendo en peligro la pecera con burbujas que Roldán había diseñado, pero el Bilis estaba serio, mirando el reloj a cada momento, viendo a la mujer pulpo igual que mira la rueda de la fortuna, después salió haciendo una seña similar a la que hacen los pilotos en las cintas. 

Señoras y señores —escuchó las palabras de Cuaco Prieto— después vendrían las frases sabidas de memoria, martilleadas por el hombre con el magnavoz de aluminio, de pantalones grasientos, camisa abierta dejando ver las arrugas, el sudor mojado, apestando, mientras el enano Roldán estaría ya en esos sitios donde se oculta, mientras el Bilis llama a los clientes, Américo Hevia se apresta a las preguntas y el sonido de Marea Baja llena el espacio y Usnavy abre la boca y espera que el Cuaco diga la terrible Usnavy, las cortinas se corran y entren las sombras que atisban, murmuran, se acomodan, abren los ojos en acercamientos y los de las filas posteriores se levanten de puntas para ver mejor los cabellos deslavados como algas y el Cuaco entre a las preguntas machaconas, repetidas por quioscos y pueblos, calles polvosas, aceras con mierdas secas, camiones de segunda, trenes hollinosos, hasta que en un gran final Usnavy moverá los tentáculos y una tela gris perla, brillante, con lentejuelas y chaquiras, tapará el acuario donde ustedes tuvieron el privilegio de ver a la única mujer pulpo del planeta, castigada por desobedecer a sus padres y Usnavy sabía que el hijo de puta del Cuaco Prieto iba a repetir todo el numerito, desde el principio, hasta que la feria se quedara vacía y Escolástica dijera que era hora de cerrar el changarro. 

Ella se dio cuenta desde que lo vio por primera vez. El hombre de amplias entradas en el cabello, manos regordetas y anillo brillante en la derecha, fue a todas las funciones desde su llegada a Sombrerete, Zacatecas. Usnavy supuso que se debía al juego de los aires de abajo del escenario pero el tipo se comportaba seco, sólo a veces pasaba su mano por la barba, fumando despacio. 

Al parecer nadie de la Trupé América se dio cuenta de la insistencia del hombre, menos el Bilis que ya andaba con la mujer de las serpientes y a Usnavy le había dado por salir con algunos hombres para completar lo del gasto y los ahorros que buscaba para cuando llegara el día del retiro —se justificaba para que no le asaltaran los retobos interiores. 

El tipo no era igual a los demás, llegaba desde la primera función y ahí se estaba, hasta que una noche, mientras cenaba en la plazuela cercana, se le acercó diciendo que quería ser su amigo. Ella se vio charlando con un desconocido cuyo nombre era Galo y trabajaba en las pizcas de Texas. A partir de ese momento Galo la siguió por toda la gira y ya en los límites con Jalisco le dijo que quería casarse con ella, que jalara con él para siempre. Palmira Oñate aceptó con la condición de que la esperara un poco porque no podía abandonar la Trupé así, sin avisar con tiempo. Palmira lo invitó a cenar con los demás y ahí Galo repitió su ofrecimiento. Don Américo habló de inversiones, de lealtades, de horas de enseñanza, que en fin, don Galo debía comprender, pero tampoco se trataba de romper las ilusiones de la muchacha mientras Escolástica sorbía mocos acariciando a Palmira, diciéndole hijita a cada momento y el Bilis, con la mujer de las serpientes ya embarazada, invitaba tequila para brindar por los futuros. 

Al entrar a la pecera, Usnavy sintió un no sé qué al ver a Galo despedirse para quedar citados, tres meses después, en Casas Grandes, Chihuahua. En la función de esa tarde ella ya no quiso airear las partes de las que Galo era ya el dueño, al mismo tiempo que supo que debía de olvidarlo porque él no estaría en el lugar de la cita, y por más que deseó recordarlo no divisaba bien la cara, ni las manos. Trató de luchar contra el presagio y una de las formas que buscó para lograrlo fue la de no volver a desnudarse pese a los soplos que abajo buscaban romper la tela. 

Fue por ese tiempo cuando a Roldan el Temerario le mordieron las ganas de la botella. Bebía con una furia ardiente y una vez instalada la carpa, se escapaba a sitios nunca mencionados para regresar ya noche, con la rabia clavada en su griterío iracundo. Américo tuvo que amenazar con echarlo —enano infeliz— y Roldán, aparte de reclamar que su nombre era Sebastián Bertoluchi, aceptó que a partir de ese día, nunca más echaría de gritos a su regreso, ni a repetir historias absurdas, pero siguió bebiendo en cada pueblo con un silencio feroz y chilloso. 

Una noche lo rescataron de una clínica de seguridad social sangrante y lívido por la congestión alcohólica. Lo encontraron tirado en una zanja, aunque nadie se explicaba las heridas en la boca. Fue —dijo el médico— como si le hubieran tratado de coser los labios y el enano, con un apenas mover, explicó que se quería cerrar la boca para no volver a beber ni a suspirar nunca, lo que hizo llorar a Escolástica y pedir a su marido que no echara a Roldán. Pero Usnavy supo, sin saber cómo, que eso no era cierto, sino que anudó muchos cabos que desde Casas Grandes venía tejiendo con la velocidad de sus propios recuerdos. 

Así que ese viernes santo, en San Andrés Tuxtla, Veracruz, con olor a café, con el barruntar de la lluvia, con las carcajadas de los que beben latas de Mobil, con el estruendo de la rocola del restaurante de los primos Licona —que las malas lenguas catalogan como mariquitas y no primos— Usnavy cerró los ojos sin tener ganas de pensar en nada, porque desde que descubrió el misterio del calor en sus internos, quién la dejaba sollozante de deseos, quién le trastocaba la geografía del subsuelo, al saber que la feria pronto cerraría, que Cuaco Prieto se tendería junto a Escolástica, el Bilis bebe tequila de la misma botella, Roldán ha perdido lo temerario y se esconde en algún sitio, Palmira Oñate supo que eso iba más allá de su propio cansancio y trató —sin tener el aliciente del susurro bajo las piernas— de enganchar a alguno de los últimos visitantes, trató de cerrar y abrir los ojos sin importarle la calidad del tipo, echando el anzuelo a lo que fuera, brillos de un curricán ardoroso, creyendo que la pesca iba a ser fácil por el calor y el aguardiente de las latas de Mobil que disfrazan la pecera, los polvos del maquillaje o los tentáculos deslavados, pero los anzuelos de Palmira se quedaron vacíos y cuando las luces de los espectáculos Nueva América se fueron apagando, ella trató de desclavarse las extensiones de sus brazos, y como si fuera un acto preparado por Cuaco Prieto, Usnavy caminó hacia su cuarto —dividido aún por la manta azul aun cuando del otro lado nadie durmiera— y sin despintarse se envolvió en sus ocho filamentos al fin que mañana sería sábado de gloria. 

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