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Trece kilómetros

Abigail Guerrero

El niño colgaba la cabeza.

Era la primera vez que miraba con atención el fondo del bote. El agua lodosa que se tambaleaba al ritmo de las olas, la redecilla de pesca deshilachada, los tablones de madera astillada que parecían estar a punto de reventar y que sólo se mantenían unidos con algunos pares de clavos oxidados.

Se preguntó cómo era que seguían a flote.

Entonces recordó su promesa autoimpuesta de no hacerse preguntas a sí mismo. Porque la mayoría de las preguntas no tenían respuesta y las pocas que sí la tenían requerían pensar demasiado.  

Se tenía permitido, sin embargo, cuestionar a otros. Y lo hacía con una frecuencia que sus padres y hermanos encontraban alarmante. Era quizá una manera de compensar el hecho de no poder preguntarse cosas a sí mismo.

Se preguntó si acaso los otros niños preguntaban tanto y tantas cosas como él. 

Y entonces vio que lo estaba haciendo otra vez. 

Ya cansado de estar en constante disputa con su propia mente, pensó en sacarle plática a sus hermanos, sólo para distraerse. Pero no tuvo oportunidad de decir nada. Los últimos arreglos estaban hechos y ya era hora de arrojarlo al agua. 

El padre dio dos pasos al frente, estiró ambos brazos y flexionó las rodillas. El mayor de los hermanos se colocó a un lado del hombre y lo sostuvo con firmeza para evitar que él también cayera. El mediano preparó la linterna y la colocó en posición, apuntando justo debajo del niño. El pequeño cerró los ojos y jaló todo el aire que le cabía en el pecho. Entonces el hermano mayor dio la señal y el padre sumergió a su hijo en el agua, empujándolo con su propio peso para así hundirlo lo más rápido que fuese posible. 

Con el tiempo habían aprendido que era mejor bajar rápido y subir despacio. 

Tan pronto hubo cesado el efecto de aquel impulso, el niño abrió los ojos. Su hermano, el de en medio, encendió la lámpara y le iluminó todo el camino directo hacia la caja. Junto a ésta esperaba una maleta que sus hermanos habían arrojado sólo un par de minutos atrás. De él dependía llegar hasta el fondo y completar la tarea antes de que se le acabase el aire.  

Era la primera vez que bajaba por la noche y por aquellas horas el océano era un mundo diferente. No había peces ni cangrejos ni estrellas de mar a la vista. En el horizonte tan sólo destacaban los arrecifes de coral que brillaban en tonos purpúreos y violetas. Alrededor, todo era azul y oscuro con excepción de la espuma. La espuma era blanca y resplandeciente y frágil. Tan frágil que se quebraba con la marea y los fragmentos se dispersaban como estrellas en el cielo nocturno. El mar a medianoche era como un cielo estrellado en una noche lo bastante clara para apreciar su belleza. Era hermoso y azul y frío. Quizás demasiado frío. 

Iba el niño a poco más de medio camino cuando comenzó a preocuparse por ello. Encontró que entre más bajaba más helada se ponía el agua y más se le adormecían los pies y las manos. Entendió que, incluso si lograba llegar a su destino, con los dedos así de entumecidos no podría abrir la maleta y mover el contenido a la caja. 

Le habían advertido, por supuesto, que el agua de medianoche era mucho más fría que el agua del mediodía. Uno de sus tíos había muerto precisamente de neumonía, en los tiempos en que todavía no sabían muy bien lo que hacían. 

Pero con el tiempo habían aprendido. 

Por eso el niño estaba cubierto por bolsas térmicas rellenas de toallas empapadas con agua caliente. Sobre las bolsas térmicas llevaba puesto un suéter tejido de lana y un pantalón con doble capa de tela polar. Además, traía botas y guantes de invierno. Encima de todo aquello, sus hermanos lo habían envuelto en plástico y le habían sellado con cinta aislante el área de las muñecas, los tobillos y el cuello. Así, su cuerpo se mantendría lo más cálido posible y al menos el torso estaría seco. Todo el peso extra ayudaría, también, a hundirlo con mayor rapidez. Al fin y al cabo, sólo contaba con el tiempo que pudiera aguantar sin respirar. 

Ellos se entrenaban, claro está. A todos los nacidos en la familia se les llevaba a la playa y se les arrojaba al mar tan pronto aprendían a caminar. Se les enseñaba desde pequeños a retener el aire y a soportar el duro castigo de las olas. Se les enseñaba a encontrar el camino de regreso a la superficie sin importar que tan turbias fueran las aguas. 

Pero con el tiempo habían aprendido que, por más entrenados que estuviesen, nunca nadie estaba realmente listo cuando llegaba el día del primer encargo. Porque no era lo mismo sumergir la cabeza en la playa, con los pies todavía bien clavados sobre la arena, que tirarte al mar abierto a medianoche, a trece kilómetros de la costa.  

Él lo sabía. Porque ya le habían contado todo lo que habían aprendido con el tiempo. 

Pero de poco le servía saberlo todo si no descubría cómo seguir adelante en ese momento. Había ya llegado al fondo y, gracias a sus largas horas de práctica en la playa, todavía le quedaban algunos minutos de aire. El problema eran sus manos adoloridas. Sus dedos entumecidos. Si no encontraba una manera de pasar el contenido de la maleta a la caja, la misión sería dada por fallida y no le permitirían volver a intentarlo hasta que no fuera al menos tan grande como su hermano el mediano. 

No, el niño no podía permitir que lo reemplazaran ahora. No después de haber llegado tan lejos. No después de haberse entrenado tanto para aguantar el aire y resistir los golpeteos de la corriente. No después de haber suplicado durante semanas hasta obtener el permiso de su madre. No estando ya parado a un lado de la condenada caja. 

Él quería continuar y terminar el trabajo. 

El niño quería ver al extraterrestre, tanto como lo querría cualquier niño de su edad. 

Decidió entonces que se daría permiso, sólo por esa ocasión, de hacerse preguntas a sí mismo. Se preguntó cómo o con qué podría calentar sus manos lo suficiente como para abrir la tapa de la caja y arrojar adentro el contenido de la maleta. Pensó en las bolsas térmicas, que todavía estaban tibias pero atrapadas debajo de la capa de plástico que sus hermanos le habían ceñido alrededor. Se preguntó entonces cómo cortar el plástico y liberarlas. No había nada alrededor. Nada excepto la arena, los arrecifes de coral, la mochila y la caja con el extraterrestre dentro. 

«Arena. Arrecifes. Mochila. Caja.» 

«Caja. Mochila. Arrecifes. Arena.» 

Aquello de pensar le estaba quitando demasiado tiempo y era precisamente por eso que solía evitarse los cuestionamientos, porque no quería que se le fuera la vida pensado. Y ciertamente se le hubiese ido la vida si hubiera tardado un minuto más en tomar la decisión. Al final se lanzó de panza sobre los arrecifes y le rogó a Dios que se quebraran y que alguno de los trozos le hiciera al menos una rajada a su envoltorio de plástico. 

Lo que ocurrió fue un poco diferente a lo que esperaba, pero igualmente útil. Algunos fragmentos de coral se le quedaron pegados en el plástico y, tras frotarse nuevamente, se desprendieron. Tras soltarse dejaron media docena de agujeros que se fueron agrandando con el movimiento. Finalmente, ocurrió lo anhelado: una de las bolsas se escapó del plástico y cayó sobre la arena. 

El impacto despertó a dos pececillos azulados que dormían cerca, sepultados en la arena. Asustados, salieron disparados hacia arriba y luego se perdieron en la oscuridad del mar, dejando detrás un rastro de burbujas y una estela de arena flotante. El niño se maravilló al descubrir cómo duermen los peces y se preguntó si acaso alguien más en el mundo ya lo sabría.  

Puso luego ambas manos sobre el costalito metálico y lo apretó tan pronto pudo mover los dedos. Era suficiente para completar el encargo, pero tenía que apurarse. Habría perdido ya varios minutos solucionando su frígido problema. 

Nadó hacia la caja y le sacó el seguro, que no era más que un gancho metálico grueso que mantenía la tapa superior unida al resto de la estructura. La ventaja de este gancho era que resultaba imposible quitarlo desde adentro, la desventaja era que cualquiera podría hacerlo desde afuera. Aunque claro, para eso tendrían que encontrar la caja primero, lo cual resultaba casi imposible porque los bañistas no llegaban tan lejos y los pescadores respetaban los límites territoriales de cada uno. Aquella era la zona de pesca de la familia del niño, lo había sido por más de medio siglo y nadie tenía la intención de entrar en rencilla por ella. Después de todo, tampoco era como que allí les abundara el pescado. 

Aunque era suficiente, ciertamente, para alimentar a toda la familia y a su peculiar prisionero. 

El niño se acercó la maleta que contenía las sobras de la semana. Cabezas de camarón, de trucha y de mojarra, y un puñado de patitas de jaiba. Tenía que levantar la tapa, arrojar las sobras y volver a cerrarla sin que el extraterrestre se diera cuenta. Le habían contado sus hermanos que a veces sacaba una garra y los sujetaba para que no pudieran volver a la superficie. Decían que así había muerto uno de sus primos. 

El niño posicionó la mano izquierda sobre la manija de la tapa, pero no fue capaz de levantarla. Todo se sentía pesado. Su cuerpo, la tapa, el agua alrededor. Por primera vez en toda la noche, y quizá en toda su vida, se negaba a verlo. Temía que la criatura le clavara las uñas en el cuero y lo arrastrara con ella hasta el fondo de su ataúd submarino. Temía que su familia no se diera cuenta de que algo andaba mal hasta no ver la mancha de sangre esparciéndose con la marea. Temía que al bajar a buscarlo ni siquiera pudiesen encontrar un cuerpo para sepultar.

Y se sentía idiota por tener tanto miedo. Se preguntó por qué nunca se había preguntado qué era lo peor que podía pasar. Pero ya era demasiado tarde para ponerse a preguntar esas cosas. Llevaba demasiado tiempo conteniendo el aire y comenzaba a sentirse mareado. Su vista se tornó borrosa. El agua helada se había filtrado dentro del plástico y ahora tenía el pecho frío y ya medio paralizado. Si iba a hacer algo tenía que hacerlo ya. Y si iba a morir congelado a media noche y en el fondo del mar, que fuera al menos después de haber visto al condenado monstruo.  

Levantó la tapa y arrojó la comida.  

El prisionero no hizo ningún ruido. El niño preguntó si acaso estaba dormido. 

Pensó en acercarse y meter la cabeza, sólo para cerciorarse, pero estaba demasiado asustado. Quizá la criatura se encontraba acurrucada al fondo de su celda, esperando la oportunidad perfecta para estirar una extremidad y jalarlo dentro. 

Se preguntó si la criatura estaría enojada con ellos. Pero en seguida se arrepintió de preguntarse aquello, porque la respuesta era demasiado obvia. Él también estaría enojado, después de todo, si fuera él quien llevara más de sesenta años encerrado en una prisión submarina. Luego pensó que en realidad no estaría enojado, sino muerto. 

Y entonces el niño se preguntó si el extraterrestre no estaría ya muerto. 

Después de tantos años confinado allí abajo. Comiendo sólo sobras de mariscos y pescado. Quizá el tiempo de vida de su especie ya había pasado. Quizá se había enfermado y debilitado por la alimentación a la que fue forzado. Quizá había encontrado una forma de quitarse la propia vida y terminar con su sufrimiento. 

Entró en pánico. Si el extraterrestre estaba en verdad muerto, entonces los huracanes volverían y destrozarían la ciudad. Su casa, su escuela, el mercado donde iban a vender los pescados. No quedaría nada. Se preguntó de qué vivirían entonces, él y su familia. Y por un momento, el miedo que le daba perderlo todo fue mayor al temor de ser atrapado y ahogado. 

Así que pegó una patada por un costado de la caja y esperó a que el metal terminara de retumbar. Nada. La criatura no había reaccionado. Pateó otras dos veces más y obtuvo el mismo resultado. Lo comían los nervios. Nadó entonces hacia el tope y con la tapa aún levantada fue metiendo la cabeza hasta que pudo ver algo. 

Y lo que vio le espantó tanto que dio un brinco hacía atrás y desde el interior del plástico que lo cubría cayeron otras dos bolsas térmicas. El frío lo golpeó de frente y la presión del agua le aplastó el pecho. El poco aire que le quedaba dentro salió disparado y, antes de siquiera poder reaccionar, se estaba ya atragantando de agua salada. 

Entonces dejó de pensar. Ahora su cuerpo se movía sólo por reflejo y el reflejo lo obligaba a jalar más y más agua de la que podía soportar. Lanzaba patadas y golpes en todas las direcciones, como si hubiese allí alguien que lo fuese a soltar si veía que se resistía lo suficiente. Lo único que consiguió con el forcejeo fue lastimarse a sí mismo cuando se estrelló contra uno de los afilados bordes de la caja.  

Luego todo se puso negro y ya no sentía ni frío ni dolor ni miedo. 

Cuando despertó estaba de vuelta en el bote de su padre, tendido de lado sobre una de las bancas de pasajeros y envuelto en la redecilla de pesca. Sus hermanos estaban sentados en la otra banca. 

—¡Mira apá, ya se despabiló el entenado! —gritó el hermano mayor. 

—Pinche entenado, estuviste abajo casi trece minutos, ¡pensábamos que ya ni la  
librabas! —dijo el mediano. 

El niño intentó levantarse, pero la red de pesca restringía sus movimientos. Al poco tiempo se dio cuenta de esto, en realidad, era algo bueno; estaba cargado del asco y vomitaría en cualquier momento. También le dolía la cabeza. El ardor iba y venía al ritmo del motor, que por ratos dejaba de hacer ruido, aunque el bote se mantenía en marcha. Se preguntó cómo era que seguían a flote. 

—Si tu mamá pregunta le dices que todo salió bien —suplicó el padre. Luego el niño vomitó y, durante un par de minutos, todos se mantuvieron en silencio. Finalmente, el padre continuó: Cerramos la tapa antes de volver arriba, así que no te preocupes por eso. Tú descansa, duérmete, vomita, haz lo que tengas que hacer. Pero no le vayas a decir nada de esto a tu mamá. 

El niño trató de responder pero no pudo. No todavía. Asintió entonces con la cabeza y, como vio que incluso aquello le dolía, decidió que pasaría el resto del viaje sin moverse. Y mientras esperaba se preguntaba si sería prudente comentar lo que había visto allá abajo, cuando metió la cabeza dentro de la caja. Aquello podría asustar a su padres y hermanos tanto como lo había asustado a él. 

Se preguntaba si de verdad era posible que algo así ocurriera. 

De acuerdo con la historia contada por el abuelo, el extraterrestre tendría ya más de sesenta y cinco años allá abajo. Lo había capturado el bisabuelo, quien aseguraba que la criatura tenía el poder de controlar el clima. Era para todos un misterio el cómo el bisabuelo había descubierto esta habilidad del alienígena. Pero sabían que era verdad y que el plan del bisabuelo de hecho funcionaba: en todo ese tiempo no había caído un solo huracán sobre Tampico. Aparecían y se acercaban, pero nunca llegaban.  

Con el tiempo, la gente había comenzado a preguntarse por qué no caerían más los huracanes en la ciudad. Un tío, que era bien chismoso, no pudo resistir el contar parte de la historia. De poco en poco se generó una leyenda urbana que perduraba hasta la fecha. 

«Dicen que hay una base alienígena a trece kilómetros de la costa…». 

Pero sólo los descendientes del bisabuelo, encargados de alimentar a la criatura una vez por semana para mantenerla con vida, conocían la versión real y completa. O por lo menos eso creían. Porque lo que vio el niño allá abajo no coincidía ni con lo dicho por el abuelo ni con la leyenda local. 

El niño estaba seguro de haber visto a una persona. 

Un anciano pálido y encorvado, con las arrugas pegadas a los huesos. Sin dientes. Sin pelo. Las uñas largas como garras. Con los ojos vidriosos y mirando eternamente hacia la nada. 

El niño se preguntó si en verdad un ser humano podría sobrevivir tanto tiempo bajo el mar. Y estaba seguro de la respuesta tendría que ser un rotundo no. Él mismo había estado al borde de la muerte por estar allá abajo poco más de diez minutos. Pero el recuerdo de aquel hombre le atormentaba. Se veía real. Se veía humano. Se veía vivo. 

Se preguntó si acaso el bisabuelo no se habría equivocado y atrapado a un hombre inocente en lugar del extraterrestre. O si no sería más bien un brujo o un demonio. Se preguntó qué pasaría con su familia, y con la ciudad entera, el día en que la criatura escapara o muriera. Entonces recordó su promesa autoimpuesta de no hacerse preguntas a sí mismo. Porque la mayoría de las preguntas no tenían respuesta y las pocas que sí la tenían requerían pensar demasiado.  

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